La presunción de inocencia es un principio fundamental del Estado de Derecho. Pero en el caso de Emili Dragone Vives, exfuncionario de alto rango de los Servicios de Evaluación Ambiental de la Generalitat de Cataluña, los indicios apuntan a una mala praxis difícil de justificar.
Según la asociación de vecinos de Can Sant Joan, en Montcada i Reixac, Dragone habría mantenido durante años un trato de favor continuado hacia la cementera e incineradora Lafarge (actual Holcim), pese a que varias de sus autorizaciones ambientales fueron anuladas por los tribunales.
La denuncia sostiene que, mientras ejercía como jefe del Servicio de Prevención y Evaluación Ambientales, el funcionario utilizó su influencia para beneficiar a la empresa, incurriendo presuntamente en dos delitos contra el medio ambiente —uno por acción y otro por omisión— y en un tercero por incumplimiento de sentencias.
Si se confirman estas acusaciones, no estaríamos ante una simple irregularidad administrativa, sino ante un caso grave de connivencia entre poder público y poder privado, con consecuencias directas sobre la salud de los vecinos. Porque en Can Sant Joan no se habla de conceptos jurídicos abstractos: se habla de aire contaminado, polvo en las fachadas y enfermedades graves.
Lo más alarmante es que Lafarge lleva 17 años sin informes ambientales favorables y, aún así, sigue operando, a pesar de que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y el Tribunal Supremo determinaron que su actividad era potencialmente dañina para el medio ambiente.
Si la justicia acredita que hubo favoritismo o negligencia deliberada, estaríamos ante una traición a la función pública y al principio básico de protección ambiental.
Los vecinos de Can Sant Joan merecen, al menos, la verdad y la rendición de cuentas. Porque cuando el poder se pone del lado del contaminante y no del ciudadano, la democracia respira peor.
