Dejad que me acerque a los niños
Los curas que se dedican a sobar niños no son, lamentablemente, un colectivo reducido cuyos miembros son puestos en su sitio por las autoridades eclesiásticas. A lo largo de los últimos años, hemos asistido en España a un elevado número de casos de abusos a menores que la Iglesia, en general, no se mató a la hora de intentar solucionarlos.
Hoy día, pese a la cantidad de escándalos destapados, una gran parte de la curia sigue mirando hacia otro lado, acusando a la sociedad de tenerle manía a la Iglesia católica y haciéndose el sueco todo lo que pueden ante la exigencia de explicaciones y responsabilidades.
No hace mucho, un gerifalte del monasterio de Montserrat, en plena celebración del milenario de tan noble (y turbia) institución, vino a decir que, en 1.000 años de historia, tampoco era tan raro que unas cuantas manzanas podridas hubiesen emponzoñado su admirable recorrido cristiano manoseando a unos cuantos críos (todavía estoy esperando la bronca de Salvador Illa al auto comprensivo mosén).
El último caso de cura pillado metiendo la mano donde no debía me ha caído molestamente cerca, pues resulta que conocí al sujeto porque fui al colegio con él: compartimos aula en los escolapios de la barcelonesa calle de la Diputación. Se llamaba Josep Maria Canet, lucía un flequillo monumental y era fan de Raphael (o, por lo menos, un día apareció por clase con un disco del susodicho). Nunca fuimos amigos, pero tampoco nos llevábamos mal. Lo recuerdo como un chaval agradable y de buen carácter que no se metía con nadie.
Pasado el tiempo, me enteré de que se había metido a cura y que hasta había hecho carrera en la organización y administración de la Escuela Pía. Si no recuerdo mal, a veces me llegaba por correo electrónico algún boletín en el que figuraba su firma y que solía hacer referencia a unas cenas de exalumnos a las que yo no acudía nunca (entre otras causas, para no cruzarme con el padre Paco, cura supuestamente enrollado y progresista -acabé descubriendo su cara oscura años después de abandonar Can Culapi- que había llegado a padre prefecto de mi colegio gracias a las generosas aportaciones de su progenitor, el cómico Paco Martínez Soria, cuyos hilarantes discos nos ponía a la hora del estudio, alternándolos con los de Joan Capri, que representaban todo un alivio).
Desde el 2023, mi antiguo compañero de clase está apartado de sus cargos en la Escuela Pía, pues anda sometido a una investigación sobre sus actividades como misionero en Senegal entre los años 1992 y 2005, período en el que, al parecer, estuvo abusando de críos de entre 8 y 12 años. La orden lo había enviado a ejercer de misionero y a dirigir el internado Joseph Faye, en la población de Usui. A eso se dedicó, sin que nadie lo importunara, aquel chaval del flequillo al que le gustaba Raphael y que tenía cara de buena persona. La seguía teniendo de mayor, como he podido comprobar en unas imágenes vistas en internet: me ha costado un poco reconocerlo sin el flequillo y con unos kilos de más, pero sigue teniendo una pinta de buen tío que tira de espaldas.
No quiero cebarme con él. No sé cual fue su evolución: del colegio al seminario, del seminario a las misiones… No sé por qué se convirtió en un monstruo. Probablemente, no podía evitar lo suyo. Como Gary Glitter. Pero la tolerancia de la que disfrutó (él y tantos como él) me parece lo más asqueroso de toda esta historia. Y el actual mandamás de la orden, al que vi por televisión haciendo como que daba explicaciones, ya puede decir misa.