Anne Hidalgo
La jefa de una aldea gala
No sé si han oído la historia del gen egoísta. Por si acaso, se la voy a contar. Hace unos años, un grupo de científicos decidió investigar si existía el egoísmo en el reino animal, y a tal fin se fijó en una colonia de pingüinos para observar sus costumbres y ver si eran tan lamentables como las de los humanos (como así fue). Resulta que a los pingüinos les gustaba bañarse en las frías aguas que rodeaban su colonia, pero el problema es que en esas aguas aparecían de vez en cuando unos tiburones muy desagradables a los que les encantaba la carne de pingüino. Dado su gregarismo, los pingüinos en observación se acercaban en alegre francachela hasta la orilla, donde se quedaban clavados a la espera de que uno de ellos, más inconsciente o más tonto que los demás, se echara al agua. Si lo veían chapotear tranquilo, seguían su ejemplo y santas pascuas. Pero si se lo zampaba un escualo, daban media vuelta y dejaban el baño para mejor ocasión.
Y así surgió la teoría del gen egoísta, que me vino a la cabeza el otro día cuando vi a Anne Hidalgo, alcaldesa de París, arrojándose al Sena, cual Fraga en Palomares, para demostrar que el río estaba limpio y se podían llevar a cabo en él actividades olímpicas. Me temo que no le quedaba más remedio que predicar con el ejemplo, pues para eso se han gastado los franceses una millonada para despiojarlo (no era el momento de arrojar al Sena a los clochards y demás chusma de esa que hay que echar a patadas en los grandes acontecimientos), pero no me hubiera sorprendido verla emerger convertida en La Cosa del Pantano, pues en el Sena, con perdón, siempre ha habido mierda para aburrir.
Supongo que es lo que le tocaba hacer a Ana María Hidalgo Aleu (San Fernando, Cádiz, 1959), en arte Anne Hidalgo, que cada día me recuerda más a Asterix, mientras su ciudad se va pareciendo cada vez más a la aldea gala de los personajes de René Goscinny y Albert Uderzo, rodeada de sitios controlados por el chiflado de Melenchon o la hija espiritual del mariscal Petain, Marine Le Pen. Sin conocerla de nada, Anne Hidalgo siempre me ha inspirado cierta simpatía: una emigrante española que llega a alcaldesa de una ciudad como París no puede ser un zapato a lo Mariajezú Montero. La pobre, además, ha tenido que asistir al suicidio de su partido, el socialista, decidido en gran parte por el inefable François Hollande (quien tiene el cuajo de seguir en política, como se pudo comprobar en las últimas elecciones). Por si eso no fuera suficiente desgracia, ha tenido que encajar una ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de traca que no le ha gustado prácticamente a nadie (Charlie Hebdo bromeaba recientemente sobre lo que nos espera para la clausura). A mí solo se me ha quedado grabada la imagen de un pitufo tirando a epiceno que luego resultó que era el cantante Philippe Katherine, un tipo que tiene su gracia.
Basureada por Macron en los actos previos al inicio de la olimpiada, militando en un partido medio muerto, obligada a arriesgarse a pillar cualquier enfermedad por bañarse en el Sena, Anne Hidalgo empieza a parecerme un personaje heroico.