Hay que acabar con Putin
Siempre me pareció que el regreso de Alexei Navalny a su Rusia natal, tras estar a punto de morir envenenado en Alemania, tenía un punto suicida, como de iluminado que cree que finalmente, tras muchas penurias, conseguirá salirse con la suya. Corre al respecto la teoría de que nuestro hombre habría llegado a un acuerdo con determinados oligarcas para que lo protegieran y, llegado el momento, le ayudaran a deshacerse de Vladimir Putin. Su reciente asesinato en un lóbrego penal de la zona más gélida de Rusia demuestra que los oligarcas en cuestión lo engañaron desde un buen principio o abandonaron el barco por miedo a correr la misma suerte que ha acabado corriendo él. Mi teoría de que lo de Navalny consistía en una versión rusa de lo de Nelson Mandela no se aguantaba por ninguna parte, como se acaba de demostrar. Vladimir Putin no deja ni un cabo suelto y, mientras iba destruyendo poco a poco a Navalny, aún le quedaba tiempo para enviar unos asesinos a Alicante para eliminar a un desertor de la guerra de Ucrania que creía haberse salido de rositas.
Como de costumbre, Putin niega cualquier posible relación con la muerte del disidente, pero, ¿quién puede creerle? En el fondo, sigue siendo el niño que se abría paso a puñetazos por las malas calles de Leningrado, y el que se le pone de canto lo acaba pagando muy, muy caro. Lo más asombroso del caso es la desfachatez que exhibe el sujeto, solo comparable a la de aquel jeque árabe que ordenó descuartizar a un periodista que le molestaba en una embajada de su país. Después de eso, a Mohamed Bin Salman le seguimos dirigiendo la palabra, y algo parecido está sucediendo con Vladimir Putin, convertido ya en un peligro internacional. Sí, hablamos de incrementar las sanciones a Rusia, pero no vamos mucho más allá. Y, mientras tanto, el sátrapa se permite exigir la detención de la primera ministra de Lituania por haber demolido un horrendo monumento soviético. Si se sale con la suya en Ucrania, puede que Lituania sea el siguiente país que le dé por invadir. ¿Y qué vendrá luego? Putin se comporta como Stalin en el interior y como Hitler en el exterior. Es evidente que hay que pararle los pies, y para ello hace falta la firme convicción por parte de Europa y Estados Unidos de que el tipo se ha convertido en un problema para la humanidad.
Conviene, pues, dejarse de discursos pacifistas e incrementar la ayuda militar a Ucrania, pues después de ese país podemos venir unos cuantos más, especialmente los más cercanos a Rusia. Me temo que, en vez de predicar las virtudes de la paz y el buen rollito, urge armarnos hasta los dientes, pues ése es el único idioma que entiende un criminal como Vladimir Vladimirovich Putin. Sobre todo, desde el punto de vista europeo, desde que el animal de Donald Trump (que es capaz de ganar las próximas elecciones norteamericanas, especialmente gracias al contendiente pre senil que aporta el partido demócrata) nos dijo que ya podíamos ir incrementando el presupuesto militar porque si no, nos dejaría en manos de su gran amigo del Kremlin para que hiciera con nosotros lo que se le antoje.
Con una bestia como Putin no hay lugar para el pacifismo y el diálogo. Y más vale que nos convenzamos todos de que no puede ganar la guerra de Ucrania porque se vendría arriba y las consecuencias podrían ser terribles. La eliminación de Alexei Navalny debería ser la última advertencia que recibamos antes de tomarnos las cosas realmente en serio.