José Montilla Aguilera (Iznájar, Córdoba, 1955) siempre ha sido un hombre a un partido político pegado. Obediente y disciplinado, ha interpretado lo que en catalán suele definirse como Tots els papers de l´auca: alcalde de Cornellà durante diecinueve años, presidente de la diputación de Barcelona entre 2003 y 2004, ministro de Industria con Rodríguez Zapatero (el hombre del talante a secas, nunca averiguamos de qué clase de talante se trataba), presidente de la Generalitat entre 2006 y 2010, senador español hasta el 2019…Ahora no sabemos muy bien a qué se dedica (aparte de gestionar su despacho de ex presidente autonómico, consagrado, supongo, a preservar su pensamiento profundo, aunque desconocido), pero sí sabemos que su fidelidad perruna al PSOE se mantiene incólume: ante los comentarios preocupados de Felipe González y Alfonso Guerra sobre las últimas artimañas de Pedro Sánchez para conservar su sillón, que incluyen convertir a un prófugo de la justicia en un interlocutor válido y, casi, en un estadista, el gran Montilla se ha apresurado a desautorizarlos de la manera más mezquina posible, diciendo que a veces parece que ambos trabajan en favor del PP.
Podría haberse callado, pues ya ha alcanzado la condición de jubilator, pero hay temperamentos acomodaticios y serviles que no pueden dejar de serlo ni cuando ya no son necesarios para la supervivencia o el medro. De esta manera, Montilla se ha alineado con la posición oficial de ese club de fans de Sánchez en que se ha convertido el PSOE y en el que quien se mueve no sale en la foto. La cosa, como han explicitado algunos ministros, viene a consistir en que González y Guerra son un par de viejos chochos a los que no hay que hacer ni puñetero caso. Acusarles de hacerle el juego al PP ha sido un hallazgo personal del señor Montilla que nadie le había pedido, pero el hombre es así y no hay nada que hacerle. Recordemos que, antes incluso que Yolanda Díaz, ya fue visto en el sur de Francia departiendo amigablemente con Puigdemont, aunque sin lucir la amplia sonrisa de Yoli, no se sabe si por mantener las formas ante un enemigo del estado o si porque es incapaz de sonreír, cosa harta probable dada su condición de muermo absoluto y sieso total.
Yo diría que su etapa más lamentable tuvo lugar cuando ejercía de presidente de la Generalitat y se pasaba la vida sobreactuando en su papel de charnego agradecido, que tampoco le sirvió de mucho, como sabrán quiénes recuerden aquellas manifestaciones patrióticas en las que los lazis lo abucheaban y, a veces, le obligaban a salir por patas del fregado en el que él mismo se había metido. Tuvo la oportunidad de introducir un poco de cordura en la autonomía catalana y la desaprovechó deliberadamente por temor a que se le considerara poco catalán (ni lo era ni falta que le hacía: bastaba con intentar arreglar un poco los estropicios de Maragall), dando muestras de ese rasgo tan del PSC que consiste en sufrir el síndrome de Estocolmo creado por el pujolismo.
Ahora podría haber salido gallardamente en defensa de Meritxell Batet, defenestrada por Sánchez y sustituida por la filo lazi balear Francina Armengol, pero eso habría equivalido a buscarse problemas y para eso ya están González y Guerra. Mucho más conveniente -¡a dónde va usted a parar!- sumarse a los sicofantes del presidente en funciones y, cargando un poco las tintas, acusar a los social demócratas más o menos auténticos de la Transición de trabajar para el enemigo. Espero que Sánchez se lo agradezca de alguna manera. Y tal y como es nuestro Pepe Montilla (¡Comeme la pepitilla!, le decía la difunta Carmen de Mairena en unas remotas elecciones), yo creo que con una palmada en el lomo y una galletita será más que suficiente.