De Butyn a Putin
Como todos sabemos, Vladímir Vladimirovich Putin es de los que muerden y no sueltan, y que, cuando te coge ojeriza, dedica lo mejor de su tiempo a intentar destruirte, aunque deba recurrir a la encarcelación por la cara o, directamente, al asesinato (que se le suele adjudicar al checheno que le queda más a mano). Eso lo sabe mejor que nadie el pobre Alexei Navalny (Butyn, 1976), principal opositor a su deplorable régimen al que, no contento con estar cumpliendo una condena de cárcel de 11 años y medio por motivos inventados, le acaban de caer otros 19 años por más motivos inventados que los jueces rusos dan por buenos por la cuenta que les trae (nadie tiene ganas de acabar en el trullo o muerto).
El señor Navalny tiene alma de mártir. Hay que reconocer que el mero hecho de que siga con vida es un recordatorio constante de lo despreciable que puede llegar a ser el actual tiranuelo de Rusia, país al que aspira a convertir (sin mucho éxito hasta el momento: véase su desastrosa invasión de Ucrania) en una mezcla abominable entre la Rusia de los zares y la URSS de Stalin, engendro bendecido, para acabarlo de arreglar, por la iglesia local. Pero el coraje moral del señor Navalny está convirtiendo su vida en una pesadilla interminable: cuantos más años pasa entre rejas, más años se añaden a su condena, que solo obedece a su condición de disidente político. No es del todo descartable que algún día llegue a presidir su nación, pero, a este paso, lo hará a la misma edad que el difunto Nelson Mandela.
Antes de enchironarlo, Putin ya intentó asesinarlo. Alexei Navalny fue envenenado en Alemania en el 2020 y estuvo cierto tiempo entre la vida y la muerte. Cuando salió del coma y se recuperó un poco, hizo algo tan admirable como suicida: volver a su país, donde las autoridades se hicieron rápidamente cargo de él, ilegalizando su partido político, metiéndolo en la cárcel y, en definitiva, quitándole de en medio, aunque sin atreverse, por el momento, a volver a intentar la vía de la eliminación física. Yo diría que si a cualquiera de nosotros intentan envenenarnos y sobrevivimos (y sabemos quién dio la orden), no volvemos a casa ni locos y nos quedamos en el extranjero para molestar a distancia a nuestro verdugo, pero evitando que la vuelva a tomar con nosotros. Navalny, por el contrario, regresó a Rusia. Y acabará saliendo del talego cuando las ranas críen pelo.
Hay algo un tanto mesiánico en su actitud, que va en contra de las más elementales medidas de autopreservación. Navalny es un hombre que ha puesto su compromiso moral por delante de su familia, sus amigos y sí mismo. A mí me parece un tipo admirable que ha jugado a la carta más alta, como si estuviera convencido de que algún día se saldrá con la suya y será el nuevo Mandela. No es descartable que las cosas cambien bruscamente en Rusia, que una mezcla de oligarcas y militares le acabe aplicando a Putin el mismo tratamiento que él reserva para todos los que se le ponen de canto. Pero tal cosa no parece inminente. Y, mientras tanto, al señor Navalny le van cayendo años y más años de cárcel sin sacarle a Occidente nada más que muecas de indignación y bellas palabras sobre lo bonitas que son la democracia y la libertad de expresión…