Del amor y del humor
Murió el escritor checo Milan Kundera (Brno, 1929 – París, 2023), del que hacía años que no sabíamos gran cosa, más allá de que estaba muy mayor y había dejado de escribir (o, por lo menos, de publicar). Su fallecimiento no ha sido una sorpresa, pero sí nos ha servido a algunos para recordar por qué lo leímos con fruición hace bastantes años, desde que alcanzó fama internacional por su novela La insoportable levedad del ser (1984): porque nos gustaban sus historias, nos resultaba cercano y plasmaba en sus libros dos de las mejores cosas que hay en este mundo cruel, el amor y el humor (que no se excluyen mutuamente, aunque el hombre titulara una de sus obras El libro de los amores ridículos). La prosa de Kundera tenía, por lo menos para mí, propiedades euforizantes. Por no hablar de esa facilidad con la que era capaz de interrumpir una trama y lanzarse a filosofar un rato antes de reincorporarse al relato (inténtenlo los que escriban y verán que fácil no es, que lo fácil con semejante táctica es dejar frustrado al lector y someterlo a una tabarra no solicitada). Hay quien dice que Kundera es un autor ideal para los jóvenes, y joven era yo cuando empecé a leerlo, aunque no tanto cuando seguí haciéndolo hasta su último libro. Por si acaso, no pienso revisar su obra ahora que nos ha dejado, de la misma manera que no vuelvo a determinadas películas: prefiero conservar el buen recuerdo que me ha dejado y seguir considerándolo un humanista que eligió la literatura para intentar mejorar un poco el mundo.
Aunque de joven iba para músico –por influencia de Ludvik, su padre, alumno de Leos Janacek- y para cineasta –pasó por una escuela de cine de Praga-, Kundera acabó encontrando en la literatura su forma preferida de expresión creativa, que cultivó hasta casi el final. En el ínterin, consiguió que lo echaran dos veces del partido comunista (la primera, en 1950; la segunda, y definitiva, en 1970, tras haber sido readmitido en 1956), publicó magníficas novelas en su idioma (La broma, El libro de la risa y el olvido o La insoportable levedad del ser) y algunas no tan logradas en francés, idioma en el que empezó a escribir en los años 90 y que arrojó títulos como La lentitud, La identidad o La ignorancia (se instaló en Francia en 1975, harto de que el régimen soviético le prohibiera los libros y le hiciera la vida imposible).
Kundera era un fatalista, pero nunca fue un pesimista. Intuía, supongo, que esto es un valle de lágrimas, pero con oasis refrescantes como el amor y el humor, y que el optimista puede que carezca de motivos para serlo, pero que el pesimista es un aguafiestas que no tiene maldita la gracia y no sabe ni reconocer lo bueno que pueda pasarle. A mí sus historias me gustaban, me entretenían, me hacían pensar y me ayudaban a sentirme un poco menos solo. En las redes sociales ya han empezado a perdonarle la vida algunos espabilados, acusándole de banal y engañabobos, pero eso es inevitable hoy en día, cuando la opinión de Einstein vale lo mismo que la de Perico de los Palotes. Todos los fans de Kundera que he conocido sentían lo mismo que yo: una comunión absoluta con ese escritor checo que, tal vez, no echó una mano a muchos cuando más lo necesitábamos.