Emilio Cuatrecasas aceptó en 2015 una pena de dos años de cárcel por fraude fiscal al quedar demostrado que había maquillado gastos personales como desembolsos de sus empresas. Su caso fue un aviso a navegantes de Hacienda sobre una práctica muy extendida. Y no fue el único apellido de relumbrón que alcanzó acuerdos parecidos. Por esto resulta difícil entender que Sandro Rosell se haya sentado ahora en el banquillo de los acusados por una acción análoga.
Justificó como gasto de su empresa de mediador y consultor incluso el cloro de la piscina de la masía del Empordà, donde, sí, recibía visitas de negocios. Ya ha pagado 230.500 euros tras reconocer su error en las tributaciones, hecho que juega mucho a su favor para eludir una pena que, en un primer momento, era de dos años y nueve meses de prisión. Al final, la pregunta que queda en el aire es igual de clara que el mensaje del fisco: ¿valía la pena?