Boris Johnson
Hasta para despedirse del cargo tuvo que hacer el ganso. Puede que otro hubiera recurrido a una cita de algún ilustre compatriota de tiempos pasados, pero Boris Johnson prefirió una frase de Arnold Schwarzenegger en Terminator 2: “Hasta la vista, baby” (que en el doblaje español se convirtió en Sayonara, baby). Puede que se sintiera más cerca del personaje de las películas de James Cameron que de Winston Churchill, como ha demostrado con su calamitosa actuación como primer ministro del Reino Unido. O igual solo pretendía hacerse el simpático y dar una última muestra de esa vis cómica involuntaria que ha desplegado ampliamente durante todo su mandato. Inglaterra se libra de un político desastroso, pero los demás nos quedamos sin uno de los pocos humoristas de la escena internacional, que no ha vuelto a ser la misma desde que Berlusconi pasó a un segundo plano. Sin esforzarse, sin cargar las tintas, Johnson se fabricó un personaje que recordaba la legendaria estupidez de las clases altas británicas, tan bien descrita por escritores locales como P.G. Wodehouse, Evelyn Waugh o, más recientemente, Edward St. Aubyn. A medio camino entre Bertie Wooster y el Boy Mulcaster de Retorno a Brideshead, el bueno de Boris nos ha demostrado a todos que pasar por Eton y Oxford no es garantía de nada. Se va dejando una herencia envenenada, el Brexit, algo que tampoco le quitaba el sueño, pero en lo que vio la posibilidad de encaramarse al sillón de primer ministro, siguiendo siempre las instrucciones del malévolo Dominic Cummings, que luego fue echado a patadas por llevarse mal con la parienta de Johnson y lleva desde entonces amargándole la vida a nuestro hombre.
Las salidas de pata de banco de Boris Johnson han sido tan abundantes como frecuentes. ¿Mi favorita?: confundir los jolgorios etílicos del 10 de Downing Street con reuniones de trabajo. Aunque también están muy bien las broncas con su mujer, que alarmaban a los vecinos del domicilio previo a la residencia del primer ministro. Sus acciones las completaba con un look imposible, pero de una indudable comicidad. Con traje o de sport, a Boris todo le sentaba mal y siempre lo veíamos como arrugado, como si hubiera dormido vestido y se tuviera que haber precipitado al despacho sin tener tiempo de ducharse y peinarse. Su acento tremendamente posh, con el que se comía unas cuantas letras de cada palabra, lo hacía tan indescifrable como un taxista cockney (lo único que tienen en común los ricos y los pobres en esa sociedad de castas que sigue siendo Gran Bretaña, donde unos van a Oxbridge y otros se van al carajo).
Boris se va dejando el país hecho un cristo, como corresponde a su condición de botarate y terminator. Algunos lo echaremos de menos, pero por motivos extra políticos: su capacidad para meter la pata, unida a su triste figura, lo convertía a veces en un comediante muy entretenido. En fin, descansemos en paz. Sobre todo, sus compatriotas.