Tengo la impresión de que Boris Johnson está a punto de acabar como el célebre barón de Munchausen, el hombre que intentó salir del pozo en el que se había caído tirando de sus propios pelos. Ha salido vivo de milagro de la reciente moción de censura de sus propios correligionarios, pero yo diría que, si no hundido, si se ha quedado tocado: la sensación de que el Reino Unido está dirigido por un botarate parece estarse extendiendo dentro y fuera de las fronteras del país. Eso sí, aunque el 40% de los tories han manifestado su deseo de perderlo de vista lo antes posible, Boris se ha venido arriba y se ha marcado unas bombásticas declaraciones en las que ha venido a decir --aunque con otras palabras, evidentemente-- que está hecho un mulo, que a él no lo paran ni con una descarga de artillería y que a partir de ahora sus compatriotas se van a enterar de quien es y de cómo las gasta (como si no lo supieran ya de sobras, los pobres).
Hay que reconocer que el hombre tiene un aguante admirable, y no tan solo para la bebida. Tras encajar el sopapo de cerca de la mitad de sus camaradas, Boris se ha venido arriba, como si necesitara demostrar una vez más que nadie le supera en la práctica de la desfachatez. Hay serias dudas sobre su manera de afrontar la economía tras el Brexit, que a él se la soplaba hasta que siguió los consejos de su amigo y actual némesis Dominic Cummings y se puso al frente de la propuesta para pillar cacho, lo que finalmente logró (especialmente porque el principal defensor del odio a Europa era Nigel Farage, un majadero de nivel cinco cuyo principal rasgo de personalidad consiste en que no hay ni una foto suya en la que no esté sosteniendo una pinta de cerveza en la barra de un pub junto a algunos cazurros con gorrilla a lo Andy Capp).
Cunde la sospecha de que el cargo le va grande y de que, si se lo permiten, puede dejar a Inglaterra en un estado deplorable (idea fuerza que parece ser la única que almacena en el cerebro el líder laborista Keir Starmer). Hay, incluso, quien duda de que esté bien de la cabeza. Pero ahí sigue, improvisando a diario con las consecuencias del Brexit, que aún no se han manifestado en todo su esplendor, agarrado al escaño como si fuera la barra de su pub favorito y tratando de que todo el mundo se olvide de los jolgorios que montaba en plena pandemia, mientras la población general se hallaba encerrada en sus domicilios y obligada a prescindir de su vida social.
¿Basta con el dominio de la desfachatez para eternizarse en el poder? Yo creo que no, pero ayuda. Sobre todo, cuando en el partido no se ve a nadie capaz de aglutinar a todos los que no pueden más con Boris y en la oposición hay un señor que, aunque represente una cierta mejoría sobre su antecesor, aquel personaje de película de Ken Loach que atendía por Jeremy Corbyn, tampoco puede decirse que sea un líder providencial cargado de grandes ideas y brillantes soluciones para la isla cada vez más aislada en la que vive.
Tengo la impresión de que aún nos queda cierto tiempo viendo a Johnson tirar de sus propios pelos para salir del pozo al que él mismo se ha arrojado. Eso sí, en cuanto se le pase al populacho la resaca del Jubileo, volverá a recibir más palos que una estera. Y yo que lo vea.