Un 'outsider' con carta blanca

La Filmoteca de Catalunya, que dirige Esteve Riambau, tiene de vez en cuando algún detalle con ciudadanos ilustres a los que permite programar su propio ciclo de películas y compartirlas así con el distinguido público. El último en merecer tal honor es Nazario Luque (Castilleja del Campo, 1944), figura señera del cómic underground barcelonés de la Transición posteriormente reciclado en pintor hiperrealista, fotógrafo y escritor. Por ese orden, ya que, como me dijo en cierta ocasión, cuando deja de hacer algo, lo deja para siempre (empezó interesándose por el flamenco y le acabó regalando la guitarra a Jaume Sisa). A sus 78 años y fallecido el compañero de toda la vida, Alejandro Molina, nuestro hombre pasa de ver series y se dedica a revisar en su apartamento de la Plaza Real las películas que más feliz le han hecho a lo largo de su existencia, algunas de las cuales forman parte de la retrospectiva que le ha encargado la Filmoteca del amigo Riambau, una lista ecléctica que incluye clásicos y largometrajes que, por algún motivo, captaron el interés del artista (con especial querencia por los de temática gay, ya que Nazario, además de creador, ha sido un notable militante por los derechos de los homosexuales, casi siempre desde una perspectiva desprejuiciada y lúdica y habitualmente renuente a los sermones, que de esos ya había tenido lo suyo en su pueblo sevillano, antes de que cayera por Barcelona en 1972 y se quedara aquí para los restos).

La sección Carta Blanca de nuestra filmoteca permite conocer mejor a gente de la que, por regla general, ya sabemos bastantes cosas. El cine, como la música o la literatura, imprime carácter, y saber qué películas le gustan a un artista al que admiramos es una buena manera de entenderle y disfrutarlo mejor. La de Nazario es una vida larga e intensa que tuvo sus momentos más conocidos cuando el underground, como creador de la detective transexual Anarcoma y compañero de fatigas de personajes pintorescos como Ocaña, Violeta la Burra o Paca la Tomate, que convirtieron la Rambla en un teatro (de variedades) al aire libre a finales de los años 70 del pasado siglo. Durante una larga época, dibujar fue una lucha contra sí mismo y su alcoholismo rampante, que le permitía un máximo de dos horas al día en las que la mano no le temblaba, según me explicó en cierta ocasión. Nazario ganó la batalla y lleva tiempo, como diría Wodehouse, sobrio como una colegiala y en buen estado de salud. También fue candidato al SIDA, pero la enfermedad pasó de largo en su caso (no así en el de varios de sus amigos). Actualmente, te lo cruzas por la calle con su aspecto de respetable profesor jubilado y te cuesta recordar que estás ante la misma persona que, hace décadas, montaba unos numeritos que no sabías donde meterte (aunque más vale que no siga por ahí, ya que yo mismo acumulo unas cuantas meteduras de pata a causa del alcohol, que también abandoné hace años).

Nazario se convirtió definitivamente en sí mismo en Barcelona, de donde prácticamente no se ha movido en cincuenta años, manteniendo una actitud discreta hasta ante disparates como el prusés. Atrás queda el artista transgresor de los años 70, pero ha sido felizmente sustituido por el fotógrafo que capta instantáneas de SU Plaza Mayor y por el escritor que recuerda su vida en, hasta el momento, tres libros de memorias (Un pacto con el placer es el más reciente). Puede que se le recuerde especialmente por sus cómics, y a muchos nos gustaría que volviera a dibujar, pero el hombre, como les decía, es de los que cuando dan algo por acabado es para siempre. Y si no, que se lo digan a esa vieja guitarra que acabó en manos de un cantautor galáctico.