Criminal de guerra
Una vez te has eternizado en el poder, has robado a manos llenas (enriqueciendo de paso a tus amigos y sicofantes), te has inventado un régimen imposible (el zarismo estalinista), has eliminado a todos tus rivales y has ordenado asesinar a los disidentes, lo normal sería que te tomaras las cosas con calma en vez de invadir a un país vecino que te crees que es tuyo y te dedicaras a disfrutar de tus mansiones y de tus yates y de tus monises y fueras pensando en retirarte de la política, orgulloso de haber empezado tu carrera profesional como agente del KGB y haberla culminado con la presidencia de Rusia. Pero a Vladimir Putin (San Petersburgo, 1952, cuando la ciudad se llamaba Leningrado) no le ha bastado con ser uno de los dirigentes políticos más despreciables del universo y se ha visto obligado a liarla parda con una maniobra que, francamente, espero que le estalle en las narices.
¿Por qué lo ha hecho? Yo diría que por una mezcla de megalomanía galopante y unos deseos de pasar a la historia como sea. Con el añadido de una sensación de humillación ante la desintegración de la URSS, un asco profundo hacia Occidente y una nostalgia desmedida por tiempos tan discutibles como los de los zares y el comunismo. Y lo ha hecho con esa actitud de matón que le caracteriza y que lleva a cualquiera a lamentar la suerte de los chavales con los que coincidió en el colegio. A Putin no le bastaba con lucrarse y mandar. Una vez conseguidos esos objetivos, le dio por el patriotismo y por devolverle a su país el papel que, según él, le correspondía en el (desafinado) concierto de las naciones. Lo ha hecho de la manera más falsa y rastrera que imaginarse pueda: diciendo hasta el último momento que no tenía intención de invadir Ucrania y acabar justificando el disparate acusando a los dirigentes de ese país de ser una pandilla de nazis drogadictos.
Putin sabe que, en Europa, aunque a veces no nos demos cuenta, vivimos moderadamente bien y somos reacios a meternos en berenjenales (lo que también empieza a suceder en Estados Unidos tras los últimos desastres internacionales). De ahí su actitud a lo Hitler: primero me quedo Crimea y nadie chista; luego apoyo a los separatistas del Donbas y tampoco pasa nada (y
hasta me queda tiempo para echar una manita a unos chiflados españoles que me cuentan no sé qué milongas de su ansiada independencia); finalmente, mientras me siento felizmente rodeado de calzonazos, invado Ucrania y amenazo a cualquiera que se meta por en medio, llegando a tomarla con Finlandia y Suecia. No sé a ustedes, pero a mí me recuerda mucho a lo del
Führer anexionándose Austria, ocupando los Sudetes y lanzándose a invadir Polonia. Y creo que, por nuestro bien, Ucrania debería ser la nueva Polonia, la ocasión ideal para dejar de imitar a Neville Chamberlain y tratar de pararle los pies al maldito matón ruso antes de que la líe aún más gorda.
Ya sé que para algunos (las lumbreras de la CUP, sin ir más lejos) la culpa de todo es de la OTAN y del imperialismo yanqui, por no hablar de los que reivindican un pacifismo imposible para hacer frente a alguien que no cree en tan noble concepto. Pero los demás deberíamos tomarnos en serio la cuestión y formar un frente unido ante ese déspota contemporáneo que es Vladimir Putin, al que no descarto que se le haya podido ir la olla y acabe lamentando su inaguantable chulería. Si aún no ha conquistado Ucrania y ya está hablando de amargarles la vida a suecos y finlandeses es porque, me temo, sus planes de dominación mundial no se terminan tras eliminar a los célebres drogadictos nazis ahora al mando en el país de al lado. Si se ha vuelto loco, peor para él, pero no creo que le sirva como eximente. Estamos ante un canalla enloquecido que se nos seguirá subiendo a la chepa como no lo pongamos en su sitio. Echar a Rusia del festival de Eurovisión es un buen comienzo, no lo negaré, pero habrá que implementar medidas de presión un poco más contundentes. Por el bien de Ucrania y, sobre todo, por el nuestro.