El último hippy
Pau Riba está llevando con mucha entereza el cáncer de páncreas que le ha sido diagnosticado a sus 73 años, después de seis meses de visitas al médico a causa de los dolores que se saldaban con la teoría de que lo suyo era psicosomático. No creo ni que se le haya ocurrido demandar al perspicaz galeno que le atendió, más que nada porque eso sería reconocer la existencia de un sistema del que lleva toda la vida lo más alejado posible. El hombre lo ha encajado con su fatalismo habitual y asegura que, si la diña, lo hará en el escenario y con una guitarra en las manos: genio y figura etcétera.
La carrera musical del señor Riba tuvo unos inicios deslumbrantes y luego se fue difuminando y haciéndose cada día más errática. Su último disco, Virus laics, apareció en 2008 y pasó prácticamente desapercibido. Pero si hacemos caso a la teoría de Orson Welles, según la cual bastaba con una sola buena película para dar sentido a una carrera cinematográfica, Pau podría pasar a la historia gracias a tres de sus obras musicales primerizas: las dos entregas de Dioptría (1969 y 1970) y el álbum Jo, la donya i el gripau (1971), de los que me enamoré ipso facto en su momento cuando me los prestó un buen amigo de Can Culapi, Toni Olivé, que posteriormente sería el bajista del grupo Melodrama (quien, en su inmensa bondad, también haría lo propio con el Orgía de Jaume Sisa). Incapaz de interesarme por la Nova Cançó, Riba y Sisa se convirtieron para mí en dos referentes equiparables a los cantantes y grupos anglosajones que me gustaban, tal vez porque estaban más influenciados por Bob Dylan y el folk psicodélico británico que por la chanson francesa. Cuando me enteré de lo del cáncer de Pau, volví a escuchar sus tres primeros discos y comprobé que no habían envejecido nada o que lo habían hecho tan bien que la experiencia auditiva seguía siendo un placer.
Les decía que Pau siempre ha vivido a su aire y sin preocuparse lo más mínimo por el qué dirán. Decía lo mismo de joven que ahora y su amigo Sisa asegura que no ha cambiado nada desde que se conocieron siendo muy jóvenes. Yo no lo conozco tan a fondo, pero, si me baso en mis esporádicos encuentros con él a lo largo de los años, generalmente en Barcelona y en Cadaqués, tengo la misma impresión: nuestro hombre nunca ha dejado de ser un hippy ni de creer en las mismas cosas en las que creía a finales de los años 60, cuando alumbró las mejores canciones de su extraña carrera.
Cuando lo conocí, lo primero que me preguntó fue si tenía algo que ver con el oficial que había firmado el documento que lo eximía del servicio militar. Le dije que sí, que la firma era la de mi padre, y él me comentó, alborozado, que al papelote que le dieron le faltaban letras y donde debería poner “inútil para el servicio de las armas”, se leía “inútil para el vicio de las armas”, lo cual le hacía mucha gracia y parecía considerar una curiosa serendipia. Como yo aún no me había normalizado, la conversación, en un camerino de Zeleste, se desarrolló en castellano, idioma que Pau hablaba sin acento alguno gracias a haber sido criado por chachas de fuera de Cataluña (alguna ventaja había de tener esa burguesía que a él tanto le gustaba denigrar humorísticamente).
Nunca llegué a forjar con él una amistad como la conseguida con Sisa, pero siempre me ha parecido un tipo encantador que, simplemente, no vivía en el mismo mundo que yo. Para que me entiendan: me encanta charlar con él cuando me lo encuentro, pero no siempre sé muy bien de qué me está hablando, aunque reconozco que su presencia siempre ha tenido un efecto lenitivo sobre mi precaria psique y suelo estar de mejor humor cuando me despido de él hasta la próxima que cuando me lo cruzo. Los hippies listos son así y ejercen esa benéfica influencia (de los tontos hay que huir como de la peste).
Espero que salga de ésta, pero si no es así, me quedará el consuelo de haber conocido a alguien que, como el narrador de My way, lo hizo todo a su manera. A un buen músico y mejor tipo que me alegró la adolescencia con unas canciones insólitas para la época y el lugar.