Santander ha perdido el primer asalto de la batalla judicial planteada por Andrea Orcel, en la actualidad consejero delegado del italiano UniCredit, por su fichaje fallido por la entidad que preside Ana Botín en 2018. La resolución no es firme y ahora se abre la vía de los recursos que, con toda seguridad, el banco español agotará hasta el final en defensa de sus intereses, para evitar pagarle al ejecutivo los 68 millones de euros de indemnización que ha estimado el juez.
Una actuación necesaria en el caso de Santander, también en defensa de sus cientos de miles de pequeños accionistas, pero que no deja de producirse en un contexto que podría haberse evitado perfectamente. Cuestionable es y será si el banco español estaba obligado a pagarle a Orcel el bonus que dejó de percibir de su anterior casa, el todopoderoso UBS, por haber aceptado la oferta de Botín. Pero no es menos cierto que determinadas decisiones, de carácter muy delicado, deben ser tomadas con toda precaución, con todo tipo de prudencia.
Porque en muchas ocasiones, quizá es preferible perder una oportunidad por buena que sea o parezca, a dar un paso que después tiene una más que compleja marcha atrás. Eso fue precisamente lo que hizo Ana Botín en 2018 cuando buscaba con denuedo un consejero delegado que diera lustre a la entidad, una pátina de internacionalidad y globalidad que ha terminado por resultar demasiado cara. Y no solo por los 68 millones --que también, en el caso de que finalmente los tenga que abonar la entidad-- sino por el célebre coste de imagen. Esos intangibles que, precisamente por su carácter, distinguen a quienes son capaces de tenerlos en cuenta de los que no.