El hombre del verano
A veces, la contumacia en el error se revela un método muy adecuado para convertir a un pelmazo irredento en un ser entrañable. Pocos casos lo ilustran mejor que el de Georgie Dann (París, 1940 – Madrid, 2021), quien se pasó media vida (desde que llegó a España a mediados de los 60, procedente de su Francia natal, donde había sido bautizado como Georges Mayer Dahan) consagrado a ese fenómeno socio-musical que es –o, mejor dicho, fue- la canción del verano. Si no recuerdo mal, cuando estaba en plena actividad, todo el mundo lo consideraba un hortera que cantaba memeces, pero ahora que nos ha dejado (como en el caso de Raffaella Carrá), resulta que todo son aplausos a su alegría de vivir, el tono picantón de sus letras y la dicha que proporcionaba a los españoles año tras año con sus ripios y sus tonadas dicharacheras: ya se sabe que en España se entierra muy bien y que aquí, si quieres que hablen bien de ti, lo mejor que puedes hacer es morirte.
La canción del verano es un fenómeno moribundo cuya agonía gestiona Leticia Sabater, quien ahora nos parece un latazo, pero dentro de unos años adquirirá la condición de leyenda viva de la música popular en español. Todo consiste en perseverar, como demostró el difunto Georgie. Al principio, lo escuchabas y pensabas: menuda chorrada me está endilgando el andoba. Y te olvidabas de él hasta el siguiente verano, cuando volvía a la carga con El bimbó, El chiringuito, La barbacoa o cualquier otro asunto de vital interés que se le acabara de ocurrir para acudir a su cita anual con los españoles. Con el paso del tiempo, observabas que su presencia ya no te indignaba tanto como cuando eras más joven y solo vivías para el rock & roll. Y al final, cuando se dio por vencido ante el cambio de las costumbres musicales de su tribu de adopción, hasta lo echabas de menos cuando veías que iban pasando las semanas y Georgie no acudía a la cita contigo que él mismo había puesto en marcha desde que se estrenó con El Casastchok, baile sandunguero de inspiración seudo rusa con el que inició su carrera imparable. Entre otras cosas, porque Leticia Sabater, pobre, no era lo mismo y añadía a la canción del verano un elemento de insania que te llevaba a preocuparte un poco por ella: de hecho, lo mejor de Leticia son sus declaraciones extemporáneas, como cuando nos informó de que se estaba reconstruyendo el himen o, más recientemente, de que se había atragantado practicando una felación y un poco más y no lo cuenta.
Georgie nunca hizo declaraciones extemporáneas y, además, llevó una vida muy discreta. Se casó con una de sus bailarinas, formó una familia y se dedicó a vivir de la canción del verano hasta que la cosa no dio más de sí. Mientras Leticia ofrece diversión fuera del escenario, Georgie solo daba el espectáculo en público: hay que reconocer que nuestro hombre, eficazmente secundado por sus Georgettes, iba hecho un pincel con aquellos monos que le diseñaba el olvidado modisto catalán José Trullàs, cuyo cuartel general en la barcelonesa calle de Gran de Gracia hace tiempo que se vio sustituido por una tienda de telefonía móvil (siempre que paso por delante, recuerdo mi adolescencia, cuando me acercaba a ver los escaparates del señor Trullàs para pasar un buen rato junto a un amigo de los escolapios que compartía mi peculiar sentido del humor).
En el fondo, para la gente de mi generación, la muerte de Georgie Dann no se diferencia mucho de la de Charlie Watts. Ambos estuvieron ahí siempre y, de repente, ya no están. Lo cual nos recuerda que pronto nos tocará a nosotros doblar la servilleta.