Felipe González es un político brillante que forma ya parte de la historia por su papel decisivo en la normalización democrática de España y su incorporación a las instituciones europeas. Sin embargo, en los últimos años incurre de forma reiterada en un serio defecto, porque aprovecha su prestigio para mantener una exposición pública excesiva.
Aunque sus palabras no carezcan de sentido, aparece con demasiada frecuencia como el padrino que tiene recetas para todo y todos. Hace unos días fue a Valencia a perdonarle la vida a Pedro Sánchez, contra quien había maniobrado pese a que disponía del apoyo de la militancia como secretario general y a quien no dudó en zaherir ocupando ya la presidencia del Gobierno. Ayer estuvo en Barcelona para explicar sus ideas sobre la ciudad y sobre Cataluña. Está bien lo que dice, es cierto, pero no le vendría mal un poco de contención.
Su protagonismo de los últimos años, con errores como el paso por el consejo de administración de Gas Natural, o su implicación en la lucha cainita que estuvo a punto de acabar con el PSOE, no hacen más que dar la razón a aquel expresidente del Gobierno que se preguntaba, hace ya 24 años, si en adelante se convertiría en una especie de jarrón chino: valiosísimo, pero que nadie sabe dónde colocar.