El sátrapa favorito de Vladimir
Aleksandr Lukashenko (Kopys, 1954) lleva haciéndoles la vida imposible a sus compatriotas bielorrusos desde 2004, siempre bajo la protección de su gran amigo Vladimir Putin, quien lo considera un peón fundamental de su tablero estratégico en lo que antaño fue la Unión Soviética (URSS). Fiel a su mentor, Lukashenko hace a nivel local lo que Putin a nivel mundial: jorobar a quien se le pone a tiro y comportarse como un dictador. Putin puede permitírselo porque es un líder global y el presidente de una gran potencia, aunque no tan grande como desearía ese nostálgico de la URSS capaz de mezclar a Stalin con la Iglesia Ortodoxa y quedarse tan ancho. Pero Lukashenko debería seguir el ejemplo de los dictadores espabilados --como Franco, que solo incordiaba a sus compatriotas y el mundo le dejaba en paz-- y conformarse con crujir a los suyos (si Sadam Hussein se hubiese conformado con eso en vez de invadir Kuwait, aún estaría al frente de los destinos de Irak). En vez de eso, le ha dado por seguir el ejemplo del jeque Bin Salman, el que se cargó al periodista Kashogi en el consulado turco de Arabia Saudí, habiéndose salido de rositas hasta el momento, y colarse en la escena internacional para detener a un disidente, Roman Protasovich, por el expeditivo método de secuestrar un avión de Ryanair trufado de extranjeros. Desde luego, si también dejamos que este sátrapa se salga con la suya, la Unión Europea y Estados Unidos ya pueden dedicarse a otros asuntos.
Enviar un caza a amenazar a un avión de una línea regular con derribarlo para cobrarse una pieza largo tiempo anhelada es de una miseria moral que atufa. Hacerlo bajo la protección de su particular primo de Zumosol, el siniestro Vladimir, definido acertadamente por Joe Biden como un asesino, añade al insulto la afrenta y constituye una muestra de chulería internacional intolerable, en la línea del intento de asesinato por envenenamiento del líder opositor ruso Aleksei Navalni, que actualmente se pudre en un presidio infame sin que la comunidad internacional se decida a hacer gran cosa al respecto. Como su ídolo y protector (y como el jeque saudí), Lukashenko es un matón despreciable que debe ser puesto en su sitio a la mayor brevedad posible. Hay que hacerle entender, aunque sea a lo bestia, que no puede ir por ahí secuestrándonos aviones para detener a gente que le cae mal.
Para redondear el disparate, la víctima de todo esto es un aprendiz de disidente que no encabeza ningún movimiento organizado y cuya actividad se reducía a informar desde Telegram de los continuos desmanes éticos del sátrapa de su presidente. En sus fotos solo ves a un chaval asustado ante lo que se le viene encima, no a alguien capaz de poner en peligro la dictadura del señor Lukashenko. Alguien que, en estos momentos, no sabemos ni donde está ni qué le están haciendo, aunque la ridícula confesión que le han obligado a grabar ya da ciertas muestras de que ha recibido estopa por todas partes.
Esa entelequia que conocemos como comunidad internacional se juega su ya maltrecho prestigio con casos como los de Kashogi y Protasevich. Ya sabemos que en Estados Unidos y en Europa cada uno va a lo suyo y el que venga atrás, que arree, pero ante ejemplos tan flagrantes de desfachatez moral, más vale que nos pongamos las pilas si no queremos convertirnos, definitivamente, en el pito del sereno.