Se acabó lo que se daba

Hace años que Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) parece incapaz de tomarse nada demasiado en serio. Ni su propia literatura, como demuestra esa trilogía que empezó con El rey recibe en 2018, continuó en 2019 con El negociado del yin y el yang y concluye ahora con Transbordo en Moscú. El hombre ya no está para tours de force como La verdad sobre el caso Savolta o La ciudad de los prodigios, que le dieron justa fama y merecido prestigio, pero cuya senda no está muy motivado para seguir a sus 78 años.

Dice que Transbordo en Moscú es su última novela y que, a partir de ahora, no esperemos de él más que algún ensayito o alguna traducción. ¿Será cierto? Bueno, teniendo en cuenta que Mendoza lleva años diciendo que la novela como género literario está muerta -solía decirlo cada vez que publicaba una nueva-, no sé hasta qué punto es fiable está afirmación, pero puede que esta vez vaya en serio. Si yo soy trece años menor que él y ya empiezo a preguntarme para qué hacer nada si todo da, en el mejor de los casos, una mezcla de risa y pena, con mayor motivo puede enfocar la retirada un hombre que lo ha sido todo en la literatura española contemporánea.

Personalmente, siempre le agradeceré que encontrara un rato libre para prologar mi libro Sospechosos habituales con un texto que tenía mucha gracia y hasta revelaba cierto afecto, totalmente inmerecido si tenemos en cuenta que lo conocí en Nueva York en 1980 -a través de nuestro común amigo Carlos Pazos- y que desde entonces solo nos hemos cruzado unas cuantas veces en situaciones variopintas. Pero es que Mendoza, además de un gran escritor, es también un señor amable, cordial y siempre dispuesto a intercambiar cuatro palabras con cualquiera que no le caiga rematadamente mal. Pese a tomarse el prusés a chufla, Mendoza ha logrado que no se le considere un enemigo de la Cataluña catalana, como si hemos conseguido Javier Cercas y, más modestamente, un servidor de ustedes. Es lo que tiene ser afable, supongo, que puedes decir lo que te de la gana sin que te lo tengan en cuenta.

Me lo pasé muy bien con El rey recibe y no tan bien con El negociado del yin y el yang (que se iba demasiado por las ramas, en mi opinión), pero pienso hacerme con Transbordo en Moscú porque esta trilogía es lo más parecido a unas memorias que podemos esperar de nuestro hombre. De hecho, la trilogía surge del profundo aburrimiento que se apoderó de él cuando intentó ponerse con su autobiografía. De ese auto tedio salieron esas tres novelas que resumen las últimas décadas de vida española a través de un alter ego del autor, el catastrófico periodista Rufo Batalla, quien, como el pusilánime Prullàs de Una comedia ligera, coincide bastante con la imagen que Mendoza parece tener de sí mismo.

Da la impresión de que este hombre, pese a sus muchos logros personales y literarios, sigue considerándose un zascandil que, de alguna manera, ha conseguido engañar a sus semejantes sobre sus auténticas intenciones en esta vida. Cuando la existencia no le parecía, como yo diría que es ahora el caso, una farsa a menudo divertida, pero en el fondo banal, Mendoza podía escribir novelas como La ciudad de los prodigios. Cerca de ser octogenario, se conforma con reír y hacer reír a base de un fatalismo irónico -a Oscar Tusquets le ocurre algo parecido- que, a mí, francamente, me parece algo a lo que aspirar en la edad provecta.