Si algo ha quedado claro en las tres primeras jornadas de Liga es que el Barça es, ahora mismo, un equipo falto de equilibrio. Se puede aducir que la ausencia de Messi desnivela a cualquiera, y más si viene acompañada de una lesión de Suárez, el segundo máximo goleador azulgrana. Pero todavía somos un buen puñado de culés los que creemos en la fuerza de un conjunto de jugadores capaz de mover la bola con paciencia y sentido. Para empezar, porque sabemos que si Argentina o Uruguay fueran capaces de desplegar un fútbol como el del Barça cuando este se recuerda a sí mismo, Maradona solo podría presumir de tatuajes y nadie se acordaría ya del Maracanazo de Ghiggia.

Valverde ha presentado un Barcelona deslavazado en el arranque de la temporada. Y no es que El Txingurri tenga poco crédito, es que después del ridículo de Liverpool debe tanto al barcelonismo que debería pasarse dos meses ganando todos los partidos por no menos de 5-0. Luego la temporada se lo llevará por delante como no espabile. Sin embargo, la alineación de Frenkie De Jong, Arthur y Busquets en el centro del campo durante el partido contra Osasuna alumbró en la culerada una nueva esperanza. No por los tres jugadores en sí (que también, como decía Rajoy), sino por lo que representan.

Los años de Valverde nos han recordado a los culés veteranos y han enseñado a los cachorros que hay dos cosas que el Barcelona tolera muy mal. Una es la persistencia en el error (ver: repetir once en Roma y Liverpool). La otra es prescindir de una jerarquía clara en el centro del campo. Eso no quiere decir que tengan que jugar siempre los mismos, pero sí que ese armazón debe servir como refugio al equipo cuando vienen mal dadas: por ejemplo, cuando se te lesionan dos tíos que el año pasado metieron 76 goles entre los dos. Y también como una estructura firme, de líneas nítidas, para que los canteranos que aparecen en la alineación titular -sea por necesidad o, mejor aún, por gusto- no tengan la sensación de que han de construir de la nada.

Arthur Melo saludando a Valverde en un cambio / EFE

Arthur Melo saludando a Valverde en un cambio / EFE

Los minutos que De Jong, Arthur y Busquets compartieron en El Sadar, con gol incluido del brasileño, sonaron a mantra. A puerto seguro. A oración de fe. Si a Sergi Roberto lo han cruzado de posición tantas veces que ya ni se tiene en pie, si Arturo Vidal prefiere la demolición a la arquitectura, si Rakitic necesita medir muy bien la gasolina que gasta y si Riqui Puig, talentazo, está más verde que Irlanda, es responsabilidad de Valverde, como de todo técnico azulgrana, coger a sus tres mejores peloteros y ponerlos a pelotear.

Cualquier otra cosa es caminar por el filo del barranco. Desordenar el equipo hasta obligarlo a improvisar cada pase, cada desmarque. Esperar un gol por partido de un delantero novato. Pedirle a un chico de 16 años que apague incendios fuera de casa sin que le tiemblen las piernas después. Un disparate, vamos. Bastante bien le sale.

Como si fuera un indicador del necesario despertar de la Fuerza perdida, el vilipendiado Busquets ha vuelto de la montaña como un viejo Ben Kenobi. Olvidado en un absurdo fútbol de transición, donde se ha dado tanto protagonismo a los goleadores que sin ellos ya no se juega a nada, el Obi Wan de Badía aprovechó que el medio campo regresaba del olvido durante los dos últimos partidos para marcarse sendos recitales.

El retorno del jedi Busquets, y con él un regreso del Barça a armas futbolísticas más nobles (la circulación ágil, el balón de lado a lado para catapultar a los laterales, la presión coordinada tras pérdida, la llegada desde la segunda línea), ocurre en el momento más oportuno. Porque no se puede consentir que el entrenador del Fútbol Club Barcelona se incline ni un minuto más hacia el lado oscuro.

Y, sobre todo, porque el Imperio suma ya tres victorias en tres partidos.

P.D.: Nos vemos en Twitter: @juanblaugrana