Hace nueve años y unos pocos días, cuando el Barça interpretó su Novena de Beethoven ante el atómico Real Madrid de Mourinho, escríbí un post con el título 'Silencio, juega el Barça'. Fue un lunes 29 de noviembre, y más allá del 5-0 del marcador, lo que quedó en los libros de historia fue una perfecta alineación de estrellas azulgranas convirtiendo a su máximo rival en un agujero negro. La derrota blanca fue especialmente humillante, puesto que vino precedida de un excesivo suflé de bravatas del mercenario/entrenador contratado por Florentino para bajar de las nubes a un Barcelona divino. Aquel día como ningún otro, Mou y el madridismo aprendieron que escupir al cielo tiene sus riesgos.
Cuando alguien me preguntaba en aquellos días por el Barça, me sentía tentado de contestarle que no solo era el mejor equipo del mundo, sino que muy probablemente iba a serlo durante una década. No solo tenía en sus filas a algunos de los mejores peloteros de la historia del fútbol, sino que, además, como conjunto era un competidor salvaje. Sin embargo, después de haber visto a Ronaldo (el bueno) cabalgando como Atila enfundado en la azulgrana, largándose al Inter, reventándose la rodilla, volviéndose gordo y marcando 104 goles con el Madrid, se me habían quitado las ganas de hacer vaticinios en esto del fútbol.
Ahora que el tiempo ha pasado, sigo opinando que la hegemonía azulgrana durante la segunda década del siglo XXI ha sido indiscutible. Solo las cuatro Champions a las que el Madrid hincó meritoriamente el colmillo pueden utilizarse como argumento para rebatirla, aunque debe marcarse con el correspondiente asterisco que: 1) En ninguna de ellas el Madrid se enfrentó al Barça en los cruces y 2) El Barça ha ganado en el Bernabéu 10 veces en 10 años entre 2009 y 2019. Varias de ellas, por goleada. Luego sí, reyes de Europa, pero cuando viene papá, todo el mundo sabe lo que pasa.
Es cierto que el rendimiento de este Barcelona en la Champions podría haber sido mejor. Pero la enciclopedia del fútbol está llena de equipos de época maltratados por la competición continental que darían cualquier cosa por haberla ganado tres veces en su mejor etapa. Y al final este Barça siempre sigue ahí, compitiéndola. Pese a ser barrido por el Bayern, pese a caer dos años seguidos ante un Atlético muy inferior, pese a Roma, pese a Liverpool... Ninguna de esas debacles, y ya no son pocas, lograron precipitar el fin de ciclo azulgrana.
Pero yo soy de la teoría de que a la mayoría de las personas lo peor que les pasa en la vida nunca les ocurre en un día señalado, sino un día entre semana cualquiera. Sin avisar. En plena hora de la cena, saliendo de trabajar o bajando al súper a por huevos. Y un poco de ese escalofrío, de ese horror vacui que debe de derramarse en tu interior cuando notas que tu corazón se salta un latido más de la cuenta y te falta el aire, que no te va a dar tiempo a esquivar ese coche que viene por el mismo carril que tú o que no estás preparado para la terrible noticia que una voz te está contando al otro lado del teléfono, recorrió ayer mi espinazo mientras veía el Clásico, aplazado a un miércoles cualquiera por las conspicuas razones del papanatismo patriotero.
Correcto, el Barça no perdió. Pero este Madrid, una banda cuyos mejores jugadores son Benzema, Casemiro y Modric, que no es ni titular, se ve tan cerca de los blaugranas que se permite el lujo de reivindicarse como superior e incluso de llorar por el VAR. Y eso, a estas alturas de temporada, es para mí el síntoma definitivo de que estamos ante un Barça zombi: parece que está vivo, pero no lo está. Parece que podría llegar a jugar bien, pero nunca lo hace. Parece que su entrenador se ha tomado en serio sus monstruosas cagadas de las dos últimas campañas y en esta sí tiene un plan, pero no hay plan alguno. Sale Arturo Vidal y a ver qué pasa.
Lo peor es que no hay nada más difícil que resucitar a un muerto. Aunque camine. O precisamente por eso.
P.D.: Nos vemos en Twitter: @juanblaugrana