Quique Setién se merece todos los respetos del mundo. Su idea de fútbol encandila y encaja a la perfección con la filosofía del Barça. Ha demostrado su valía como entrenador empezando desde abajo, por su modesto Racing de Santander, hasta que se consolidó en Lugo, Las Palmas y Betis. Su buena trayectoria en estos tres clubes durante la última década le ha llevado al mejor club del mundo como parche de urgencia para tapar una hemorragia ocasionada por lo que era la crónica de una muerte anunciada: la de Ernesto Valverde.

Esos 10 años aportaron grandes conocimientos a Quique y el prestigio suficiente como para poder dejar a sus vacas pastando en el campo cántabro mientras él se mudaba a la lujosa urbe de Barcelona. Ha entrado con muy buen pie en la capital catalana porque su discurso engancha. Pero hay que dejar clara una cosa: esto es el Barça.

Entrenar al FC Barcelona implica, no solo cumplir un sueño y una motivación espectacular, sino también una gran responsabilidad. Y esa responsabilidad se traduce en tomar decisiones inteligentes, con coherencia, encaminadas a pelear por títulos a final de curso, algo que no solía poder hacer en sus anteriores equipos.

Esa responsabilidad implica que, más allá de tomarse licencias para hacer probaturas y experimentos a fin de ver cómo convencer a los jugadores de la idea, hay que tener la cautela de no tirar ningún partido porque eso puede costar un título. Asumir riesgos es necesario, pero si te tiras por la ventana sabiendo que no tienes nada para amortiguar el golpe, te estrellas. Y los culés, por mucha filosofía de juego que haya, no quieren que el Barça se estrelle.

Esta noche en Ibiza, el cuadro azulgrana saltó al vacío y estuvo a punto de estamparse contra el suelo. Tan solo la efectividad de Griezmann pudo amortiguar el impacto.

Por muy Segunda B que fuese el cuadro isleño, todo el mundo sabía que no iba a ser un partido fácil. Los de Pablo Alfaro ya avisaron que iban a salir a morder y sus nueve partidos sin conocer la derrota no eran mala carta de presentación. El hecho de jugar en casa ultramotivados, con mal temporal, en un campo de césped artificial y a partido único no hacía sino complicarlo todo.

Demasiados obstáculos para no visitar Can Misses con una mínima prudencia. Y Setién, valiente y osado como pocos, no la tuvo.

Jugar con una línea de tres defensas compuesta por un único central, Lenglet, que todavía no ha jugado ningún partido oficial con tu sistema, acompañado de dos laterales con vocación ofensiva como Sergi Roberto y Junior Firpo, que son más centrocampistas que defensas, es cuanto menos una temeridad. Y no porque no estén comprometidos, sino porque no dan el nivel defensivo. Y en lo que se supone que debían ser buenos, la salida de balón, sufrieron un atasco sideral.

Si a ese experimento inaudito le sumas la incorporación de Semedo al carril ofensivo –todo el mundo en Barcelona sabe que Semedo es el que defiende bien y Roberto el que sabe atacar– con sus habituales torpezas con el balón, a un Rakitic superado y a un grupo de chavales con gran talento y voluntad pero que no suman ni 20 años de media –Ansu Fati, de lo mejor, Riqui Puig y Carles Pérez–, te queda una bomba explosiva que ni con Luis Enrique.

Hay que felicitar a Setién porque afortunadamente le salió bien el invento gracias a la soberbia efectividad de Griezmann, que se puso el mono de trabajo y le sacó las castañas del fuego, como solía hacer con Simeone. Pero hay que reconocer que en menos de dos semanas es como mínimo precipitado hacer un revolución de semejante enjundia. Señores, esto no es el Lugo. Esto no es Las Palmas. Esto no es el Betis. Esto es el Barça.