El amor por unos colores es una expresión que se utiliza mucho en el mundo del fútbol. Quien más o quien menos es seguidor de un club, algunos incluso socios, y otros ya directamente fanáticos. Otros además tienen el honor de ser los emblemas, leyendas y hasta mitos del club, debido a su dilatada y exitosa trayectoria profesional.
Cuando uno llega a la etiqueta de leyenda o emblema, se le presupone una sensibilidad especial por el club que le hizo llegar a lo más alto. Sin embargo, últimamente algunos han pasado de puntillas sobre este hecho, recurriendo al pragmatismo más capitalista, en busca de unos intereses tan legítimos como sorprendentes.
El primero ha sido Luis Enrique. El técnico asturiano nunca ha ocultado su devoción por el Barcelona, tanto como jugador como técnico, si bien sus colores están enraizados firmemente en el Sporting. En cualquier caso, Lucho siempre ha mostrado un especial feeling con el Barça, desde que dejara el Real Madrid de forma un tanto convulsa, con incidente con fotógrafos incluido. Su momento más álgido lo vivió en los banquillos, cuando fue capaz de levantar el triplete con la ayuda de un tridente ofensivo inmejorable y tras conseguir Xavi reconducir la situación a mitad de temporada con la estrella argentina, Leo Messi.
Pues bien, el bueno de Lucho parece haber aparcado en el baúl de los recuerdos su pasado culé desde que se pusiera al frente de los mandos del PSG. Primero se llevó a Arnau Tenas. Una maniobra inteligente, demostrando que estaba al quite de la situación. Xavi intentó retener al portero, pero las exigencias de uno y el dinero de los otros acabaron por sellar su fichaje al club parisino. Después llegó una maniobra más sibilina: el fichaje de Ousmane Dembelé.
Aquí, el club francés se aprovechó de los recovecos de una cláusula absurda para acometer el fichaje del delantero francés. El problema es que, con esta maniobra, Lucho era consciente que debilita al Barcelona. Pero no le tembló el pulso al asturiano para levantar el pulgar. Esperemos que, con su enemigo el Real Madrid, sea igual o más inflexible a la hora de gestionar la salida de Kylian Mbappé.
El segundo es Pep Guardiola. El entrenador del City sí que rebosa barcelonismo por todos los costados y nunca duda en hacer apología de sus sentimientos. Sin embargo, una cosa son las palabras y otras los hechos, porque el de Santpedor no ha sido precisamente una hermana de caridad para el club blaugrana: vendió a precio de oro a Ferran Torres, conociendo la necesidad imperiosa de los blaugrana, no permitió que Eric García llegara a mitad de temporada, intentó hasta el último segundo retener a Gundogan, bloqueó la cesión de Cancelo al Barcelona --aquí hay una evidente disparidad de versiones entre lo que le han contado a Xavi y lo que explica el entrenador del Manchester-- y no parece que vaya a tender muchos puentes ante la tentativa blaugrana de llevarse a Bernardo Silva.
Es cierto que también se podría decir que Xavi está intentando 'pescar’ día sí y día también del City, pero la diferencia es palmaria: Xavi no le debe nada al City, ni es aficionado citizen, ni es un mito del club de Manchester. Así pues, en este sentido, no tiene ninguna coartada que filtre ninguna de sus decisiones.
Lo que está claro es que en el mundo del fútbol el romanticismo es una palabra que queda muy bien en los libros y poco más. Aquí impera la ley de la selva y, en la mayoría de los casos, del más fuerte. Ni más ni menos.