Colaron la trola de que Gerard Piqué estaba lesionado. Sí, claro, tiene problemas en el aductor porque los 35 años pesan a él y a cualquier jugador. Pero nada, absolutamente nada, de lesiones que no pueden incluso tratarse en paralelo a ser convocado. Cuando saltó la noticia hace un par de semanas el tema ya me pareció extraño, pero con el paso de los días se ha ido confirmando: nuevamente, su incompatibilidad de intereses entre sus negocios y su profesionalidad como jugador han chocado.

Y me da igual que esté más o menos fino de físico, que llegue al final de su carrera y se le pueda perdonar o que un día remoto negociara el sponsor más raro de una camiseta azulgrana llamado Rakuten. A Piqué se le paga y muy bien, aunque llore, para cumplir un contrato que se salta continuamente.

La última es ir a ver al Andorra en la previa del último partido del Barcelona ante el Villarreal y celebrarlo a lo grande desde el Principado, sin ningún pudor, de que a algunos nos sorprendan los saltos de langosta que daba con el equipo cuando celebraban la victoria por su ascenso a Segunda. Pero la cosa no acabó en un simple vídeo de tiktok filtrado.

Posteriormente, empaquetó a los hijos y se fue de marcha por Barcelona. Nada de un refresco en Andorra y a dormir. A Piqué la noche le confunde demasiado últimamente y me cuentan que la macro fiesta que se montó en la ciudad condal es de las que pasan a la historia. Y todo ello, en la previa del último partido del Barcelona en la Liga y un fin de semana en el que hubiera sido de agradecer que demostrara los valores de capitán demostrando su apoyo al equipo femenino azulgrana por su final de Champions, más allá de un simple y cutre tuit.

Las cosas caen por sí solas y Piqué caerá. Yo me adelanto porque, respetando su estilo de vida y prioridades, también es necesario subrayar el choque frontal de todo ello con lo que debe representar un capitán.