La geografía bretona está salpicada de castillos bien conservados que son la historia militar de la región, marcada desde siempre como frontera con los normados, metrópoli de corsarios, comerciantes y pescadores, y en tiempos más cercanos también por la invasión de los alemanes en la segunda guerra mundial.
Circular por la zona dejándose llevar por el GPS es familiarizarse con un reguero de militares que dan nombre a carreteras, avenidas y plazas. No son solo el omnipresente Charles De Gaulle o el también patriota francés Philippe Leclerc, sino el mismísimo George S. Patton, el mítico general americano del III Ejército. Las guerras, las antiguas y la más reciente, están muy presentes en Bretaña.
Astérix y Obélix
La costa sur de la península es la que estuvo habitada antes, donde se encuentran los restos megalíticos y es cuna de la cultura celta por excelencia. Los vestigios más antiguos están datados entre el quinto y el segundo milenio antes de Cristo, y todos los estudios coinciden en relacionarlos con la astronomía. No es casual que los bretones más conocidos de la historia, Astérix y Obélix, sean de aquí.
La capital de esta parte del país --el Finisterre sur-- es Brest, situada en el estuario del Elorn, y como Saint Malo también fue destruida en 1944 por la aviación aliada. Los alemanes habían situado allí una importante base de submarinos, lo que la convirtió en objetivo previo al gran desembarco de Normandía. Pero a diferencia de Saint Malo, la ciudad no fue reconstruida, sino que las autoridades dejaron que se recuperara por sí sola, una especie de recuerdo de los horrores de la guerra, como evidencia su desordenada y poco atractiva arquitectura.
Bretones marisqueando con la marea baja frente a la ciudad de Brest
Protección medioambiental
Aunque no es tan turística como la costa que da al Canal de la Mancha, la zona sur de Bretaña tiene rincones muy atractivos, como la punta de Raz, uno de los extremos más occidentales de Europa, protegida de la especulación por la Administración regional.
El Estado francés interviene en todas las actividades, también en las turísticas. Y de la misma forma que es difícil encontrar poblaciones decoradas miméticamente con los escaparates de las multinacionales franquiciadas, uno se puede encontrar con lugares –sobre todo en el interior-- reconstruidos sobre sí mismos que se convierten en auténticos parques temáticos –artificiales- de su pasado.
Dos ejemplos
Locronan, en este lado de la península, y Dinan, cerca de Saint Malo, son dos ejemplos de esa uniformidad en lo antiguo, en parecerse más a un decorado de cine adaptado al turismo dispuesto a devorar toneladas de moule frites que a un pueblo con vida propia.
Pequeñas ciudades que incluyen talleres de demostración de oficios antiguos ya perdidos. Una mezcla de Peratallada (Baix Empordà) y el Pueblo Español de Barcelona perfectamente prescindible.
Châteaulin, sabor propio
Un lugar recomendable no muy trabajado por las guías es Châteaulin (Kastellin en bretón), un auténtico vergel atravesado por el canal que une Nantes y Brest y decorado por preciosas y tranquilas mansiones asomadas al agua. Pocos hoteles y restaurantes, ideal para el descanso.
Como sucede en la parte norte, el terreno agrícola en este lado del país parece que luche por abrirse camino entre los bosques frondosos y la vegetación exuberante. El paisaje de los jardines bretones es un mazo espeso y como a punto de estallar de hortensias, que viven de una humedad eterna. El trigo, candeal o sarraceno, y las manzanas son los productos agrícolas más importantes de la zona. Y ambos tienen que ver con las famosas crêpes –lo que viene a ser la pizza en Italia o a la paella en España-- y con la sidra, dos de los productos más genuinos del territorio. También con el calvados, aunque la única D.O. de este licor esté unos kilómetros más al norte, en la vecina Normandía.
Despensa nacional
Bretaña es parte fundamental de la despensa de Francia, tanto en lo que se refiere al pescado, como a la ganadería y la agricultura. De aquí son originales quesos tan universales como el camembert, el livarot, pont-l’évéque, incluso la fórmula de queso fresco con nata del petit-suisse.
Uno de los restaurantes más recomendados de la zona es Manoir de Moëllien. Pertenece a un hotel de tres estrellas del mismo nombre adherido a la cadena Relais du Silence, muy cercano a Plonévez-Porzay, a unos kilómetros de la bahía de Douarnenez.
El salón del comedor recuerda al de un castillo con un enorme hogar al fondo y techos altísimos. Es recomendable reservar mesa, no porque se llene, sino porque la cocina, aunque no lo digan, prefiere trabajar sobre pedido, con calma.
Productos locales
En lugar de alguno de sus tres menús, opté por la carta, entre otras cosas para evitar el postre. Presa de foie gras y un guiso de pularda: productos de la tierra y locales. Apetecía un gewürztraminer, lo que a la sumiller no le debió parecer muy adecuado porque la mujer puso interés en recordar que era un poco dulce.
El caso es que cené muy a gusto: el foie gras no estaba fuerte, sino fresquito y reconfortante. La ave, elaborada muy a la francesa, tenía un sabor que recordaba la infancia, una prueba casi definitiva. 55 euros por persona, lo que tampoco estuvo nada mal.