Néstor Luján dejó de escribir de gastronomía en lo que fue una decisión personal poco explicada, adoptada ya en una edad madura, y pasó a concentrarse en la novela. Nunca entendí bien aquel giro en la carrera del que probablemente fue el mejor gastrónomo español de la segunda mitad del siglo pasado.
Su nombre permanece unido en la memoria de muchos ciudadanos a escritores como Joan Perucho y Álvaro Cunqueiro, médicos como Antoni Puigvert y Joan Obiols, periodistas como Horacio Sáenz Guerrero y taurómacos como Mariano de la Cruz. Figuras venerables que disfrutaron de la buena mesa e hicieron gozar a sus coetáneos del gusto por exquisiteces no siempre al alcance de todos a través de su labor divulgativa.
¿Por qué el 8 de noviembre?
El martes pasado, el día en que la Academia Catalana de Gastronomía le rendía un homenaje, me hice una idea de las razones por las que tiró la toalla. Hacía tiempo que no asistía a un despropósito tan desorganizado y esperpéntico. Los académicos Carles Vilarrubí, Miquel Espinet y Josep Vilella fueron los máximos responsables del desastre, aunque no los únicos.
Sus señorías académicos organizaron el acto el 8 de noviembre de 2016 porque el 22 de diciembre de 2015 se habían cumplido 20 años del fallecimiento de Luján. O sea, porque hacía casi 21 años de su desaparición. Los criterios de elección de la fecha eran premonitorios de lo que se avecinaba.
El menú
Decidieron reunirse en el Via Veneto, uno de los restaurantes preferidos de Luján, con un menú elaborado por las cocinas de este célebre local de Barcelona, el Hispania de Arenys y la Torre del Remi de la Cerdanya: tres de los lugares más queridos del escritor. La idea era preparar una comida muy en base a platos que eran de su agrado, sin que necesariamente combinaran entre sí.
Los Monje habían preparado todo con el esmero característico de la casa, pero el frío repentino que cayó sobre Barcelona había despertado el apetito de los académicos. Así que acudieron en masa, no solo los que había confirmado su asistencia, sino otros que no; incluso unos cuantos con acompañante. Overbooking total. Estuve entretenida observando desde el pasillo contiguo al comedor a los dueños del restaurante mientras dirigían aquel ejército de camareros tratando de sobrevivir al naufragio.
Mirarse el ombligo
La Academia había invitado al presidente de la Generalitat y al consejero de Cultura al evento. Tuvieron que tragarse casi cuatro horas de comida en medio de un incómodo calor y bajo una lluvia de parlamentos inacabables e insoportables. Hablaban gentes que en lugar de referirse al ausente, lo hacían de ellos mismos, como es tan habitual en estos pesebres.
El último de los ilustres en tomar la palabra, el encargado de glosar cada uno de los platos del ágape, tropezó con una croqueta. Sucumbió a la tentación de meterle un rejón a Ferran Adrià aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid. La pedrada gratuita al sifón del cocinero de El Bulli --probablemente el que más ha contribuido a la cocina y la industria alimentaria española-- fue la puntilla del estropicio en que la Academia convirtió el recuerdo del hombre que había participado en su creación (fue su primer presidente) y que dejó de escribir sobre gastronomía, quizá huyendo de sus compañeros de oficio y del mundo enrarecido en que se había convertido aquella actividad en la que él se había iniciado con el seudónimo de Pickwick cumplidos ya los 40 años.
Hombre curioso interesado por todo --escribió de toros, de urbanismo, de ornitología, de historia, de tenis-- se habría aburrido soberanamente el martes en Via Veneto y habría sufrido por el estrés innecesario al que sometieron sus compañeros de academia tanto a los asistentes como a los responsables del establecimiento, que hicieron una exhibición impagable de profesionalidad. Y de paciencia.