El ex diplomático Carles Casajuana (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, 1954) ha sorprendido al mundo literario en los últimos años con un éxito espectacular en estos tiempos: 225.000 ejemplares vendidos de su libro El último hombre que hablaba catalán. Cuatro años después, Casajuana presenta El melic del món (Edicions 62), donde vuelve a apostar por mezclar novela y ensayo, y por seguir explorando el mismo tema de fondo: la identidad catalana.
¿La identidad es un aspecto bien tratado en la novela catalana?
En los lugares donde hay una identidad problemática enseguida surge una novela sobre la identidad. Por ejemplo, sin quererme comparar, ni mucho menos, en Turquía hay un problema de identidad en cuanto a que no se sabe muy bien si son europeos o asiáticos, y hay un Pamuk que se ocupa de ello. Tenemos el caso del Premio Nobel Naipaul, un hombre de cultura india de Trinidad. También se ocupa Philip Roth, judío en los EEUU. O también Malamud, Saul Bellow, o muchos otros. Lo más normal es que la identidad se convierta en un tema. Curiosamente, aquí no está pasando.
¿Por qué motivo no está pasando?
No tengo ni idea. Hay una novelística identitaria en novela histórica en Cataluña, como por ejemplo Victus, pero no hay una de actualidad. Es curioso. Y yo sólo exploro un ángulo. Lo hice en El último hombre que hablaba catalán y lo vuelvo a hacer ahora. Y seguro que hay alguien más, pero ahora mismo no me viene ningún nombre a la cabeza. Y es curioso, porque tradicionalmente lo ha habido.
¿Esta incidencia suya en la misma temática tiene como objetivo llenar el vacío?
No, es porque me interesa el tema. Por razones claras: he sido durando muchos años diplomático, soy catalán y escribo en catalán. Esto hace que tenga que conjugar ambas. Hasta ahora no era difícil.
El melic del món también se centra en el proceso de escritura de un libro.
Hago otra vez el mismo juego. Hablar del proceso de escritura me permite jugar a la confrontación entre los dos personajes, utilizando el libro que se escribe como espejo, y utilizando los temas que se tiran por la cabeza. En El último hombre... era la lengua, ahora es la identidad.
¿Con esta elección, se proponía hacer una segunda parte?
No, no me lo propuse en ningún momento. Aunque lo he hecho. No era deliberado. La metaficción me gusta. Permite que la novela sea muy ágil y toque muchos temas, le da profundidad y posibilita lecturas a muchos niveles. Es difícil, porque hacerse leer a caballo entre el ensayo y la novela no es fácil.
Fácil o difícil, usted ya ha tenido éxito: 225.000 ejemplares vendidos de El último hombre...
El tema identitario interesa. Quizás mucha gente se encuentra reflejada, quizás lo encuentran divertido. Yo he intentado que sea un espejo, pero un espejo amable, ligero. El humor es muy útil, por aquello que decía Jaume Perich: "Por el humor se sabe donde está el fuego".
Hace cuatro años y medio decía usted que uno de los problemas de los escritores catalanes es que, para vender en el extranjero, tienen que pasar por el castellano. ¿Sigue todo igual?
Ahora quizás algo menos. Jaume Cabré ha abierto mucho camino. Él ha conseguido salir directamente. Es más, al contrario: se vende mucho en Madrid casi como autor europeo. Pero para llegar afuera, en general, hay que pasar primero por el castellano. Entre las grandes editoriales, nadie quiere ser el primero. No creo que el señor Herralde, cuando contrata al señor Paul Auster, lo haga porque está fascinado por él. Lo hace porque ya lo ha contratado una editorial en Francia que le merece respeto y después otra en Italia. Y se dice: "En España me lo tengo que quedar yo". Y para los autores catalanes, antes de traducirlos al francés o al alemán, las editoriales piensan: "A ver quién lo ha sacado primero en español, que por eso están allá".
Usted fue uno de los promotores del manifiesto que pedía una nueva ley de partidos, con el objetivo de luchar contra la corrupción. ¿Qué recibimiento ha tenido?
Ha tenido mucha repercusión mediática, porque supongo que llenaba un vacío. Mucha gente se sentía identificada. Había, sobre todo, muchas ganas de ver algún manifiesto regeneracionista. Hay más temas, no sólo el de los partidos. Pero es difícil ponerse de acuerdo en toda una agenda regeneracionista. La cuestión de los partidos nos pareció que era clave, y que era una de las que más podía contribuir a desatascar la situación. Los partidos necesitan una renovación profunda pero las cúpulas la están impidiendo por supervivencia personal.
¿Y cómo se puede desbloquear la situación, teniendo en cuenta que son los partidos los que tendrían que cambiar la ley?
Creo que la manera es que tomemos todos conciencia de que no es lógico que unas entidades que viven del presupuesto público y que tienen tanta importancia en nuestra vida se autoregulen y no estén sometidas a ningún tipo de norma. Si incluso las asociaciones de vecinos y los clubes de fútbol están sometidos a algún tipo de norma, ¿por qué los partidos no? ¿Cómo es posible que no les podamos exigir una auditoría externa, o que renueven las cúpulas de una manera transparente? Es lo mínimo. Esto no es así porque en la transición se quiso crear un sistema de partidos fuertes. Es comprensible, pero ya han pasado muchos años.
El manifiesto tuvo muy buen recibimiento y repercusión mediática, pero no tanto en en cuanto a firmantes: el objetivo era 500.000 y han encontrado 25.000
Tuvimos un problema: ninguno de nosotros es un activista profesional, y conseguir firmas exige mucha dedicación, que nosotros no podíamos aportar. No tenemos vocación política ni tiempo. Recibíamos invitaciones que no podíamos atender, tendríamos que haber tenido dedicación exclusiva. En todo caso, lo que queríamos nosotros, que era dar un golpe atención a la sociedad, creo que lo hemos conseguido.