Los setentas fueron años de refriega y al llegar los ochentas, la ciudad entró de nuevo en el siglo XVIII. Cuando La Filosofía en el tocador del marqués de Sade se convirtió en un libro de referencia, la gente se cortaba el pelo en chez Pascual Iranzo por el simple gusto de la conversación y por el hexágono de enormes espejos que permitían ver sin ser visto. Las cátedras se trasladaron a los altares de la imagen; Xavier Rubert de Ventós era profesor de Estética en la facultad de Arquitectura y sabía bien que lo mejor de su asignatura empieza por uno mismo; por su parte José María Valverde impartía la misma asignatura en la Central, el templo latino de Martín de Riquer, donde media Universidad había dejado a Sartre para leer a Joyce.
Un pensador enjuto con una mata de pelo tocada por el peine Iranzo discernía el doble de bien y hasta arrancaba aplausos cuando recordaba que Walter Benjamin había escrito sobre el valor proverbial de la moda en sus cuadernos perdidos en la maleta de Portbou. Cuando entró en juego El libro de los pasajes, el Eixample vivía pendiente del Méndez Vigo y del Pasaje Concepción, dónde se instaló Santa Eulalia y donde Victori abrió una coctelería con espejos cóncavos que reflejaban las nucas elegantes de la clientela.
La gente paseaba a pocos metros del templo del cabello --el mejor establecimiento de Iranzo estaba en Rosselló/Paseo de Gràcia--, donde el gran peluquero, que ayer falleció a los 92 años, retocaba los rulos laterales de algún cliente, modelo Lord Byron, para acabar convenciéndole de que sus rizos eran como los capiteles de Bernini.
Peluqueros que rompieron moldes
Los peluqueros rompieron todos los moldes; había que acudir a ellos para ser advertido en las barras del Nick Havanna o del Merbeyé y triunfar en las noches elegantes, con fin de fiesta a la sombra de algún zaguán. La melena enrarecida de entonces encajaba muy bien en los ascensores de caoba recién repintada y resaltaba sobre las paredes de verde celadón. Un experto de cualquier materia andaba encorvado por el peso de su cartera, repleta de libros; con chaqueta raída y camisa de cuellos picoteados por el uso, pero eso sí, el pelo como un lago prístino de aguas azul magenta, pasado por las manos de Pascual o uno de sus ayudantes.
Descendiente de una familia de anarquistas, Pascual Iranzo fue durante muchos años uno de los peluqueros más carismáticos de España, con clientes que iban del rey Juan Carlos a Gabriel García Márquez o Joan Manuel Serrat; el cantante ha confesado que fue su cliente durante casi 50 años. Hace ya bastante que la actriz argentina Bárbara Brailovsky realizó un trabajo académico sobre la vida del peluquero al que calificó de gran actor y hombre “excéntrico” por su forma de entender el mundo. Alguien que “levantó un oficio socialmente denostado”, dijo Brailovsky. Sea lo que sea, la cierto es que Barcelona está en deuda con el peluquero sabio y autodidacta, amigo del filósofo francés André Glucksmann, un sujeto que tenía el pelo ralo y prieto en forma de casquete y que solía visitarle como cliente a su paso por la ciudad.
Negocio familiar
El peluquero que nos ha dejado después de una larga convalecencia a causa del Alzheimer fue piel de periódico y suplemento semanal; en su momento recibió la aprobación de publicaciones de vanguardia, como Ajo Blanco, la revista cultural de Pepe Ribas. Iranzo se hizo cargo de la barbería, el negocio familiar que recibió el año 1940. Con sólo 17 años viajó a París, donde en 1959 ganó el Festival Internacional La Rose de Oro. Un año después volvió a Barcelona y abrió una nueva peluquería en la calle Tusset, su gran reválida ante aquella vanguardia de la radical chic, que lucía sus moldes y la huella de la yema de sus dedos sobre las melenas que sombreaban la moqueta enmohecida de Boccaccio. Publicó varios libros, entre ellos Un ser que se peina (1974) y Hacia la seducción (1994).
Iranzo llevaba la simiente de la humanidad que llevamos todos en el sentido de Cicerón, antes de caer en la caridad, parábola evangélica. Había empezado a utilizar la tijera y la navaja en la “fase del espejo” de la que habla Jacques Lacan, el instante narcisista de un niño; el instante en el que, ante el espejo veneciano que colonizó Europa, nacen el yo y el amor propio.