El muy lucrativo negocio de las reclamaciones a la banca a costa del cliente
El incremento exponencial de los pleitos contra entidades financieras ha generado un gran negocio por el que ya se interesan fondos de inversión pero que degenera en malas prácticas para el usuario
23 octubre, 2021 00:00Hace no más de quince años, un ciudadano se enfrentaba poco menos que a una homérica odisea cuando se trataba de reclamar judicialmente ante la banca. Hoy, lo más probable es que sea la idea de pleitear la que llegue para buscarle en un ejercicio tan común como navegar por internet. La proliferación de despachos especializados en esta lid la han convertido en un más que próspero negocio que genera demandas de manera industrial, lo que ha terminado por derivar en muchas ocasiones en un efecto perverso para el cliente.
Al calor del crecimiento exponencial de este tipo de procesos, junto a los despachos tradicionales han surgido todo tipo de modernos bufetes e incluso plataformas promovidas por personas ajenas a la judicatura que “producen”, en el más amplio sentido del término, decenas de miles de demandas al año.
Las preferentes, en el origen
El reverso tenebroso de esta evolución está en la búsqueda del cuantioso botín que se oculta detrás de estos procesos y que se compone de una fórmula de bajo coste, que sirve de polo de atracción para el cliente, más una serie de prácticas que generan esas ganancias y que no benefician precisamente al usuario, como es el caso del cobro de las costas procesales... aunque éstas en realidad deben ir a parar en todo caso al reclamador.
La génesis de este proceso cabe situarla en el contexto de la anterior crisis financiera y, más concretamente, en el escándalo surgido a raíz de las participaciones preferentes de Bankia. Fue la punta de lanza para despachos como Arriaga y Rosales, que comenzaron a acumular un buen número de reclamaciones aunque, eso sí, aún con una operativa tradicional: contacto directo con el cliente, provisión de fondos y honorarios convencionales.
Una sólida base legal
Sin apenas solución de continuidad llegaron más casos como la salida a bolsa de la propia Bankia, las cláusulas suelo hipotecarias, el coste de los actos jurídicos censados, los préstamos referenciados al IRPH... el tamaño del pastel fomentó la aparición de muchos más comensales, algunos de los cuales no estaban dispuestos a conformarse con su correspondiente ración.
Incluso en el entorno financiero es extendida la opinión de que este escenario cuenta con una sólida base legal. La protección al cliente por parte de los reguladores ha ido en aumento, especialmente a raíz de la pasada crisis, mientras que el cumplimiento de la normativa MiFid por parte de las entidades financieras dejó bastante que desear, sobre todo en sus inicios.
Cambio de estrategia
La combinación de ambos elementos hace que el cliente gane una inmensa mayoría de los pleitos contra las entidades. Sorprendidos ante un aluvión de procesos para el que no estaban preparados y que les obligaron a reforzarse desde el punto de vista jurídico a marchas forzadas, los bancos optaron por centrarse en aquellos litigios en los que tenían alguna posibilidad de resultar vencedores (en su mayoría, aquéllos en los que los reclamadores poseían notables conocimientos financieros y les resultaba más complicado alegar indefensión por falta de información).
Conscientes de lo jugoso del negocio, los despachos comenzaron a variar su estrategia, de modo que garantizaban al cliente que no tendría que pagar si la sentencia no le era favorable. En el caso contrario (la inmensa mayoría, como se ha citado anteriormente), el bufete se quedaba con un porcentaje del dinero recuperado, que oscilaba entre el 15% y el 20%.
El desconocimiento del ciudadano
La proliferación de casos comenzó a multiplicar de forma exponencial ese moderado beneficio y el siguiente paso consistió en que los despachos también se quedaban, a modo de retribución, con las costas del proceso, que corren a cargo de la parte perdedora. En este punto comienza la mala praxis, toda vez que esta partida corresponde en todos los casos a la persona que realiza la reclamación.
Fuentes jurídicas apuntan a Crónica Global que la mayoría de los ciudadanos desconoce este extremo, por lo que no le llama la atención y, por lo tanto, no lo reclama a su vez al despacho.
Demandas automáticas
A partir de entonces, el mercado directamente se descontrola y comienzan a florecer plataformas que ofrecen este tipo de servicio a través de internet y que han convertido los procesos judiciales contra la banca, en particular, pero contra las compañías que prestan algún tipo de servicio, en general, en una auténtica industria.
Con el simple soporte de una serie de datos básicos que el cliente introduce en la página web, la plataforma se pone en marcha y genera demandas de forma prácticamente automática, a ritmos que en algunos casos superan las 2.000 mensuales.
Sin relación cliente-abogado
Detrás de un buen número de estas plataformas ni siquiera hay abogados ni profesionales de la judicatura sino personas mucho más relacionadas con el ámbito tecnológico que han descubierto en esta operativa un auténtico filón, en tanto en cuanto la mayor parte de las reclamaciones sale adelante, lo que les asegura los ingresos y, además, perciben las costas que no les corresponden. Y los costes son mínimos porque las demandas se generan de forma prácticamente industrial.
Las citadas fuentes aseguran que estas plataformas recurren a abogados y procuradores al ser necesaria su firma para cursar la reclamación. Pero en ningún momento hay un contacto entre el abogado y el cliente, a la manera tradicional.
Dobles víctimas
En círculos de la judicatura concluyen que uno de los problemas radica en que los ciudadanos no han advertido que este servicio se ha convertido en todo un negocio en el que, además, se da un escenario muy parecido a aquel por el que precisamente el cliente ha recurrido a la Justicia, esto es, las cláusulas abusivas y la falta de transparencia.
Uno de los últimos fenómenos en este campo ha sido el de las tarjetas revolving, donde la maquinaria de ese tipo de plataformas ha funcionado a toda velocidad. Las noticias han dejado constancia de los numerosos procesos ganados por los clientes que han denunciado a las entidades por usura, especialmente a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo.
Desagradables sorpresas
Pero, del mismo modo, muchos también se han encontrado con la desagradable sorpresa de que, en contra de lo que pensaban, la deuda con el banco no se ha extinguido. Las sentencias han declarado nulos los contratos con las tarjetas, es decir, el pago de los intereses al considerar los tipos aplicados como usurarios. Pero esa anulación conduce al proceso al punto de partida, con lo que el banco reclamará el principal al cliente en un plazo breve de tiempo.
Al no haber contacto entre el cliente y el abogado, el primero queda en muchas ocasiones en una situación de indefensión al final de los procesos. Y termina por descubrir que entre porcentajes de éxito, comisiones y costas, su reclamación queda reducida a la mínima expresión.
Los fondos entran en juego
La prueba más concluyente del negocio en que se ha convertido este procedimiento es la aparición de las primeras operaciones de compraventa de carteras de pleitos, que tienen como protagonistas a los fondos de inversión.
En 2020, Arcano Capital adquirió en dos operaciones distintas sendos paquetes de litigios a la plataforma reclamador.es por un montante total de 4 millones de euros. Fuentes del mercado apuntan que el vendedor está interesado, a su vez, en la adquisición de carteras de reclamaciones, que posteriormente podría revender a los fondos, de modo que actuaría como intermediario.
Juzgados colapsados
El aluvión de pleitos tiene al mismo tiempo un efecto negativo en la Justicia, ya que contribuye al colapso de los juzgados; una carga de trabajo que podría aligerarse en el caso de que los usuarios llegaran a un acuerdo prejudicial con las entidades financieras, escenario que se descarta por completo por parte de las plataformas de reclamación dado que si no hay sentencia no sacan beneficio alguno de la demanda.
Es más, incluso el cliente es penalizado si alcanza ese tipo de acuerdo o bien si decide cambiar de asesores. Las cantidades en este punto alcanzan hasta los 600 euros. Una suerte de cláusula de permanencia que en muchos casos supone toda una trampa para el cliente.