Cataluña está enferma políticamente. No se escandalicen, es un puro diagnóstico. Después del último debate de investidura que acabamos de vivir, la afirmación cobra aún más sentido. La patología no es otra que la irrupción en el espacio público de cierto supremacismo en el debate y una actitud pseudoxenófoba, racista lo califican algunos, del que ha sido designado por los suyos para ser el presidente de todos los catalanes en los próximos años.

Quim Torra no es más que una prolongación personal de una actitud sectaria de una parte importante de los líderes nacionalistas durante décadas que ha prendido en amplias capas de la sociedad. Se llama hispanofobia. Esa posición ya existía, no es nueva, es un subyacente muy presente en algunos ámbitos y actuaciones, sobre todo en los culturales, pero ahora algunos se consideran legitimados por la mayoría parlamentaria para aflorarla por todos lados. Y eso, o se apean del burro o tiene difícil remedio. La reversión de la situación actual es casi imposible cuando se ha exaltado un sentimentalismo político que favorece la división y la fractura social.

No, que nadie piense que los moderados hemos perdido las formas. Lo que sucede, en realidad, es que el nacionalismo mutado en independentismo radical se ha echado al monte de una manera belicosa y excluyente. Las buenas formas, hasta Iceta se da cuenta, empiezan a resultar inútiles como solución. Y el problema catalán se cronificará hasta que el independentismo sea vencido en las urnas de manera definitiva. Mientras, y eso en términos temporales puede ser largo, la situación acabará encapsulada tanto en España como en la Unión Europea. Resignación, pues.

Torra dijo lo que se le suponía, que jamás será un presidente de todos, sólo de los catalanes-catalanes (¿se entiende la expresión?). ERC tocó las palmas porque andan descabezados y sólo la presencia en el Govern les permitirá recuperar el oxígeno que creían haber acumulado. Arrimadas tiró de hemeroteca y, a la par que hacía el discurso de investidura que algunos hubiéramos querido escucharle hace días, puso los puntos sobre las íes del xenófobo candidato. Sorpresa: Iceta se atrevió a decirle cosas al candidato relativas a la cuestión lingüística, con la que siempre andan tibios en exceso. Hasta Domènech estuvo severo con el candidato, casi al nivel de Albiol, aunque en otros términos menos contundentes. Nadie en la oposición fue condescendiente, esperanzado o mínimamente ilusionado con lo que nos espera.

Lo de la CUP no merece ni un comentario, más allá del esperpento coherente con el que nos obsequian en cada investidura. Veremos si en esta ocasión serán capaces de mantenerse firmes en su lucha contra los recortes y la desobediencia o acaban obedientes al nacionalismo de sus líderes y bases, más independentistas que revolucionarios.

Lo de Cataluña va para largo, mucho. Ni las fianzas, ni la prisión de algunos líderes, ni el exilio de otros, ni la aplicación del 155, por supuesto, han bastado para modificar las posiciones excluyentes que con pseudojustificación democrática se mantienen en uno de los bandos de la Cataluña actual. El nacionalismo catalán ha entrado en guerra con el resto y no tiene interés en rendirse ni en firmar un armisticio o un tratado de paz. Eso era lo que destilaba el discurso de Torra, recordar al adversario que mientras puedan seguirán enfrentándose hasta conseguir su objetivo último. El palabro da miedo, pero es el que mejor describe lo que nos viene: cronificación. Paciencia, por tanto.