Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat de Cataluña, se enfrenta hoy a una moción de confianza en el Parlament. La pidió hace unos meses, cuando la CUP le hizo una demostración de su fuerza política o de la suficiencia de sus parlamentarios para que Junts pel Sí no haga lo que le plazca.

Aquella estratagema parlamentaria le ha resultado útil para ganar tiempo, que ahora se ha convertido en un activo político de primer orden. Es curioso ver cómo han aprendido Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o el propio jefe del Ejecutivo catalán a modular a su conveniencia el tiempo parlamentario y, en consecuencia, sus réditos políticos en forma de permanencia, olvido o lo que sea menester.

Si apartamos los fuegos de artificio, el presidente ha gobernado sólo de cara a la galería nacionalista y sin ningún hito en sus meses al frente de la Generalitat que pueda ser considerado con un mínimo de seriedad

Puigdemont ha participado en una Diada independentista demostrando que no es el presidente de todos los catalanes, sólo de algunos. Ha pacificado en parte a las CUP. Muchos de los chicos de esa formación política acabarán entregados en pocos años al nacionalismo más tibio. ERC, silenciosa, no dice esta boca es mía mientras consigue mayores cotas de poder en cualquier administración que se ponga a tiro. Poco más puede decirse que haya logrado, si se ladean esas leyes de transitoriedad que prepara y que no tendrán jamás una aplicación efectiva. Dicho de otro modo, si apartamos los fuegos de artificio, el presidente ha gobernado sólo de cara a la galería nacionalista y sin ningún hito en sus meses al frente de la Generalitat que pueda ser considerado con un mínimo de seriedad. Por si la ociosa presidencia fuera poco, Puigdemont no encabezó ninguna lista electoral en las últimas elecciones y acabó de jefe del Gobierno catalán por una carambola. Democrático, por supuesto (si el asunto sucediera en Madrid los calificativos de sus correligionarios serían otros), pero necesitado de alguna legitimación sí que anda el exalcalde de Girona.

Lo esperable de Puigdemont vuelve a ser que hable de una convocatoria de elecciones para 2017, con el apellido de plebiscitarias o constituyentes, pero que pretenden ser el referéndum a los acuerdos que hayan adoptado hasta aquella fecha. Es obvio que el jefe de Gobierno no cuenta con la confianza de los catalanes no independentistas, pero que tampoco nadie piense que se ganará la de los adeptos a su causa con un gesto de valentía política unilateral, como una declaración de independencia o cosa similar.

Puigdemont pasará la moción de confianza con la palabrería propia y típica del nacionalismo, pero sobre todo con los votos de quienes, fracasados en sus aspiraciones de arrasar electoralmente, hoy apenas aspiran a mantenerse el máximo tiempo en el poder político, cobrando de la administración pública y con el apoyo externo unos jóvenes muchachos radicales a los que jamás les había tocado una lotería política como ésta. En definitiva, que pasará el trámite de la confianza con la máxima desconfianza que un presidente catalán había concitado en la historia reciente.