Durante años, el PP consumó un buen servicio a la democracia española. Bajo sus siglas y con la cobertura de sus líderes se han agrupado todos aquellos de pensamiento conservador, pero con un espectro ideológico amplio: desde la derecha más extrema a las posiciones liberales más centradas. El manto protector del Partido Popular ha impedido que floreciesen en España grupos radicales y ultras porque, en buena medida, se sentían cobijados en esa formación.
Los tiempos cambian y la irrupción de nuevos partidos y de nuevos retos políticos están causando ajustes finos. En la izquierda se ha visto con lo acontecido en el PSOE tras la eclosión de Podemos. Algo similar sucede en el espectro de centro derecha, donde el papel bisagra de Ciudadanos también afecta a la definición política del PP.
Más complejo es todavía lo que le pasa a ese partido en Cataluña. Ha probado desde las actitudes más beligerantes contra el nacionalismo que encarnó Alejo Vidal-Quadras a las más implicadas en el territorio que, de manera fallida, lideró más tarde Josep Piqué.
El oportunismo demoscópico ha ido situando al PP en Cataluña en una posición marginal, irrelevante en la gobernación y en la toma de decisiones
El partido ha sido criminalizado en el territorio catalán. Algunas de sus actuaciones, como la recogida de firmas contra un estatuto que bendecían prácticamente igual en el resto de España, tenían clave electoral: mostrar fortaleza y frontismo contra un nacionalismo catalán que tomaba vuelo y con el que habían contemporizado poco antes en aquel famoso Pacto del Majestic. El oportunismo demoscópico ha ido situando al partido en una posición marginal, irrelevante en la gobernación y en la toma de decisiones. De no ser por su fortaleza en el conjunto de España, el PP podría haber desaparecido prácticamente de la escena política catalana.
Existe quien considera en Cataluña que ese espacio debe existir, que ese partido se tendría que jugar y que esas siglas debieran también ocupar un papel más determinante en la acción de gobierno. No son pocos, sino que han sido discretos hasta que Madrid (o Génova, como prefieran) abrió la mano. Entienden que el PP debe centrarse, mantener algunos guiños catalanistas aceptables y abandonar el enfrentamiento como elemento programático infinito. Hay que poder transaccionar con el nacionalismo y la izquierda, dos elementos definitorios del mapa democrático catalán. Para ello es necesario abandonar la única estrategia de la confrontación e iniciar vías de diálogo con los adversarios, pero también con la propia sociedad civil. El fallecimiento político de CDC y de Unió más la irrupción de Ciudadanos son determinantes para alimentar esa vía dialogante.
Pero el PP que quiere hablar y que ahora, como escenografía o algo más, impulsa la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, se encuentra dos rémoras. Una es el propio aparato interno del partido, endurecido en la batalla de los últimos años y poco dispuesto a rebajar sus posiciones. Por otro lado, y tampoco es menor, con una corriente de simpatizantes, militantes y algún que otro votante que pertenece a la radicalidad más ultramontana.
La doble cara del PP, su doble alma catalana, en definitiva, tiene los días contados
Los populares están en Cataluña con dos rostros: los reformistas y los inmovilistas. Entre el segundo grupo se ha alimentado a representantes de la línea dura más cercana al nacionalismo español y a una parte de la extrema derecha casposa. Quienes alientan el eventual nuevo rostro de los populares catalanes deben saber que sin desprenderse del peso de esas mochilas será muy complejo que puedan ser relevantes algún día en el mapa político autonómico. Renunciar a él de forma coyuntural ha podido generar un rédito electoral, pero hacerlo de manera eterna sólo conlleva la progresiva expulsión de la escena.
No resulta extraño, por tanto, que a los primeros cantos de sirena de los reformistas se produzca una inmediata respuesta del aparato del partido desacreditando a sus impulsores y, por extensión, a Sáenz de Santamaría como expresión pública de la nueva etapa junto a Enric Millo. La doble cara del PP, su doble alma catalana, en definitiva, tiene los días contados. Los reformistas del partido forzarán una reconsideración de los postulados políticos. Si vencen, tienen alguna posibilidad; si fracasan pronto serán poco más que una anécdota en el país y en su sociedad civil.