A nuestros nacionalistas, la fiesta del Primero de Mayo nunca les ha gustado mucho. Probablemente porque no se sienten aludidos por la letra de la Internacional, ya que nunca se han considerado parias de la tierra ni una famélica legión porque siempre han vivido divinamente, hasta en la época de Franco, otro al que tampoco le hacía ninguna gracia la fiestecita de marras: por eso se sacó de la manga el eufemismo productores (para no pronunciar la temible palabra obreros), la conversión de San José Obrero en San José Artesano y aquella Demostración Sindical anual en la que los productores montaban sus coreografías de estilo soviéticos para solaz del Caudillo y la Collares. Los nacionalistas catalanes no se diferencian mucho de los nacionalistas españoles, y yo ya me hecho a la idea de que lo único que voy a haber vivido cuando la diñe serán décadas de nacionalismo español, primero, y décadas de nacionalismo catalán, después: desde un punto de vista social y político, ¡vaya birria de vida!
Ante el Primero de Mayo, nuestros nacionalistas no recurrieron a las componendas y los eufemismos, sino que optaron por algo más sutil y que no les ha salido nada mal: unificar las inquietudes de la clase obrera y de la burguesía local en unas manifestaciones que, en el transcurso de los años, cada vez eran más nacionales y menos internacionalistas, más de país que de clase. Así se inventaron esa engañifa según la cual la independencia debía caminar al mismo ritmo que los avances sociales. Engañifa que los gerifaltes locales de UGT y CCOO se tragaron o hicieron como que se tragaban para beneficiarse de la nueva moda, ya que, al parecer, lo de la lucha de clases y la defensa de los trabajadores se había quedado antiguo.
Que la izquierda se contagiase de nacionalismo es una desgracia, pero que también lo hiciesen los sindicatos de clase es añadir al insulto la afrenta
La decadencia de los sindicatos tradicionales había empezado antes de la eclosión del soberanismo, pues cada vez resultaban más pusilánimes y decorativos y más force de frappe, en versión fofa, de los partidos con los que estaban hermanados (o de los que dependían). Se empieza traicionando un poco las esencias y se acaba traicionándolas del todo, como demostraron los líderes de UGT y CCOO Pepe Àlvarez --sindicalista profesional que solo ha trabajado unos meses en su vida-- y Joan Carles Gallego --comunista con síndrome de Estocolmo nacionalista cuya principal aportación a la lucha obrera consistió en unos pins en forma de lagartija que le quedaban muy vistosos en la solapa de la chaqueta-- durante su larga permanencia al frente de su respectivo sindicato.
Que la izquierda se contagiase de nacionalismo es una desgracia, pero que también lo hiciesen los sindicatos de clase es añadir al insulto la afrenta. Y, además, ponerse de parte del señorito tampoco parece haber sido una idea muy brillante: desde la última manifestación separatista a la que se sumaron UGT y CCOO, la fuga de afiliados se ha ido incrementando de manera exponencial.