Northrop Frye, un crítico literario canadiense, dejó escrito que toda la historia de la ficción puede resumirse siguiendo el camino que discurre desde la mitología al realismo. De la magia a la vulgaridad. Aplicando esta teoría del desplazamiento a nuestra clase política, que es una forma de degradación como otra cualquiera, tenemos la impresión, una semana después de oír los lamentos y contemplar las manipulaciones por la muerte de Rita Barberá, procesada en el Tribunal Supremo por el caso Taula, que nuestros dirigentes prefieren mantenerse encerrados en el territorio de la mitología mientras los gobernados debemos seguir lidiando todos los días con el espanto cotidiano. Para ellos todavía existen los héroes. Especialmente si pertenecen a su círculo de confianza. Para nosotros, en cambio, dejaron de existir cuando descubrimos que la política es igual que la famosa caverna de Platón: el fondo de una cueva donde sólo se proyectan sombras. La auténtica vida, por fortuna, es otra cosa distinta.

Nuestros dirigentes prefieren mantenerse encerrados en el territorio de la mitología mientras los gobernados debemos seguir lidiando todos los días con el espanto cotidiano

Nuestra partitocracia ha instrumentalizado sin rubor el desgraciado deceso de una referente entre los suyos, aprovechando para dar pasos atrás en sus compromisos forzados contra la corrupción, pero todavía sigue mostrándose cordialmente insensible ante el coste en vidas y haciendas de la batalla general, que es campal y todos los días nos arroja el mismo parte de desgracias negras: heridos y lisiados, desahuciados y suicidas. Somos el país más desigual de Occidente. Sabemos que libramos una guerra. Nuestros generales también, pero para ellos unas muertes son dignas merecedoras del protocolo del funeral de Estado mientras otras, como la de la anciana que falleció en Reus por no poder pagar el recibo de la luz, pasan por ser cosas inevitables, meros daños colaterales o defectos técnicos, como si el trágico final de cualquiera no debiera ser un hecho digno del mismo respeto por parte de todos.

La educación nos enseña a expresar con silencio la incertidumbre ante el final ajeno, que siempre es un vago anuncio del propio. Es una hermosa costumbre civilizada, igual que la aceptación mansa de la condición humana: los afectos son subjetivos y libres. No es delito no llorar a quien no se quiere. El problema de fondo en este episodio es el abismo que separa la conducta de los próceres en relación a la actitud de la mayoría de los ciudadanos, para los que la compasión debería ser ecuménica, rara vez arbitraria. Por lo general, nuestros políticos se muestran ciegos ante muchas tragedias prosaicas --que son las que incorrectamente llamamos anónimas, porque siempre tienen nombre y apellidos-- y conmocionados ante los dramas míticos, quizás porque piensan que ellos, con independencia de sus hazañas vitales, que son las que condicionan el juicio público, son merecedores de honores distintos a los demás.

Nuestros políticos se muestran ciegos ante muchas tragedias prosaicas y conmocionados ante los dramas míticos

Habrá quien piense que comparar una cosa con la otra es demagógico. Puede ser. Pero lo que resulta indiscutible es que tras ocho años de derrumbe, y dada la singular gestión de los quebrantos de esta crisis, España se ha convertido en una realidad demagógica, extremista e injusta. Faltaríamos a la verdad suavizando las evidencias, por terribles que nos parezcan. La sensibilidad se esfuma cuando las desgracias se suceden sin pausa, igual que el día sigue a la noche. Cualquiera sabe lo que debe hacerse en un entierro: dar el pésame y mostrar respeto. Da igual quién sea el muerto. Eso mismo deberían hacer siempre nuestros políticos. Todos. Mostrar idéntico grado compasión por aquellos a los que la muerte sorprende en el fondo de cualquier pozo particular. Que suceda en un hotel de cinco estrellas o en un piso con las puertas rotas no debería ser trascendente. La muerte es la primera que no hace distinciones.