El nombramiento de un delegado del Gobierno central en Cataluña no había despertado nunca tantas expectativas como en el caso de Enric Millo, convertido desde hace unos días en el paradigma de la voluntad de diálogo del nuevo Gobierno de Mariano Rajoy con la Generalitat. El efecto sorprendente de un simple gesto de menor cuantía, en términos gubernamentales, como el de la designación de un ex diputado del PP revela mucho pragmatismo latente en el conjunto de la clase política. Es un clavo ardiendo al que intentarán agarrarse unos y otros para darse un respiro y posponer el desenlace incierto y perturbador de la ecuación desobediencia-judicialización.

La desafección es una realidad, aunque todavía no un hecho generalizado. Por eso los dos bandos intuyen que necesitan ganar tiempo para reflexionar sobre sus errores manifiestos

Dialogar es algo más que hablar y mucho menos que negociar. Pero algo es algo ante la perspectiva de una crisis de la convivencia entre españoles y catalanes, y entre catalanes y catalanes. La desafección es una realidad, aunque todavía no un hecho generalizado. Por eso los dos bandos intuyen que necesitan ganar tiempo para reflexionar sobre sus errores manifiestos. El gobierno del PP, para tomar conciencia de que a golpe de sentencia e inhabilitación no van a solucionar nada, salvo enervar los ánimos de los soberanistas y llamar la atención internacional por su falta de sentido de la política. JxS para buscar las palabras exactas para hacer entender a los suyos que esto va para largo y que el final puede no ser el de la independencia, exactamente, sin crear más cabreo y radicalismo del estrictamente necesario.

De hecho, muchos de los votantes independentistas ya están preparados por aceptar las explicaciones pertinentes. El 36,6% de los votantes de JxS coinciden con el 40,2% de los catalanes que creen que el proceso va acabar con un acuerdo con el Estado para un mayor autogobierno, según la encuesta anual del Institut de Ciències Politiques i Socials de la UAB. Estos datos, sumados al recurrente empate técnico entre partidarios y contrarios a la independencia deberían ser un aliciente inexcusable para el diálogo. La lógica realista de los electores, desconociendo cuáles podrían ser los términos del acuerdo esperado, exige una negociación abierta y transparente de todas las instituciones y todos los partidos.

Entre el rigor legalista y la unilateralidad habrá sin duda un punto de encuentro para sentarse a hablar de España y Cataluña razonablemente

El gran obstáculo para este hipotético pacto es la inexistencia de unos parámetros compartidos en el análisis del problema, además, claro, de la desconfianza y los agravios acumulados en las últimas décadas. Sería un absurdo y una pérdida de tiempo pretender negociar sin ponerse de acuerdo a priori en los límites de lo que hay que tratar y en las reglas aplicables. Entre el rigor legalista y la unilateralidad habrá sin duda un punto de encuentro para sentarse a hablar de España y Cataluña razonablemente, sin prejuicios históricos de dudosa credibilidad ni prevalencias desmesuradas de un statu quo improvisado a la muerte del dictador que ahora se pretende inmutable. El escenario para el diálogo bien podría ser el de la recuperación del atractivo de la idea originaria de España, plural y unida, insinuada incluso en la Constitución, pero negada en su despliegue legal y en la interpretación practicada por el Tribunal Constitucional, hasta convertirla en sucedáneo de única y eterna.