La noticia de que una nueva ley de Recep Tayyip Erdoğan que acaba de ser aprobada por el Parlamento turco y que condena a muerte a cuatro millones de perros que pululan sin dueño por descampados y pueblos de Turquía –algunos son agresivos, otros portan enfermedades— automáticamente me hace acordarme de Los perros de Barcelona, el óleo de 1965 de la admirable artista portuguesa Paula Rego (1935-2022) que pudimos ver en La Pedrera de Barcelona hace exactamente 20 años, en el marco de la exposición “Cinco pintores de la modernidad portuguesa”. Intenté explicar, primero en El País en el 2004, y otra vez en Crónica Global en el 2017, por qué este cuadro apocalíptico es una obra maestra. Como los resultados de mi escritura apresurada no me dejaron plenamente satisfecho, voy a intentarlo ahora por tercera y espero que definitiva vez. Yo no me autoplagio: me perfecciono, o trato de perfeccionarme, como esos artistas chinos del pincel empapado en tinta negra que se pasan la vida pintando una y otra vez sobre pergamino la misma caña de bambú.
Primero, describiré el lienzo de Rego; luego contaré qué la impulsó a pintarlo; y luego apuntaré algunas de sus resonancias políticas, literarias y morales.
Se trata de un óleo con papeles adheridos en collage, de tamaño medio: 60 por 85 cm, en tonos rojizos y negros. La composición es caótica, como la misma vida, y la mirada del espectador va desasosegada de un detalle a otro, buscando el orden, la imagen completa, el sentido de la visión. Aquí y allá distingue las figuras de los perros agonizantes, algunos vagamente antropomórficos, contorsionándose en las posturas más diversas. Sobre la línea del horizonte se despliega un cielo oscuro, nebuloso, que acentúa, subraya, el trágico patetismo de la pesadilla. En el centro de la composición hay una figura monstruosa, que es la que administra a los perros pedazos de carne envenenada. En la parte alta hay una risueña figura femenina, los labios rojos, la gruesa lengua fuera, burlándose del dolor de los animales o indiferente a él, risueña y ajena al dolor que la rodea.
A Rego, entonces residente en la finca familiar en Portugal, le conmovió leer en la prensa la noticia, que se despachaba en un breve, como cosa de escasa importancia que en principio era, de que ante la proliferación de perros sueltos en Barcelona, el ayuntamiento había decidido exterminarlos, sembrando las calles de pedazos de carne envenenada. Los perros morían entre estertores y horribles aullidos. Según leyó, algunos mendigos que también comieron esos cebos habían sufrido una muerte espantosa. El cuadro es por consiguiente una estampa medieval, una visión infernal de sufrimiento y muerte.
Sufrimiento también de la misma artista, que por aquellas fechas acababa de enterarse de que su marido tenía una amante: no hay comentarista de Los perros de Barcelona que no señale que esa amante que tanto daño le hacía está simbolizada por la mujer de los labios rojos que goza y ríe sin piedad alguna por el dolor que causa en la esposa engañada. A través de esos labios pintados Rego incluye su propia vida en la escena apocalíptica. Se deduce, en consecuencia, que los perros moribundos la representan a ella, al mismo tiempo que se representan a sí mismos.
De vez en cuando, sobre todo en países gobernados según fórmulas totalitarias, la autoridad competente impone, como una especie de sacrificio ritual, o como medida de higiene pública y demostración de poder sobre la vida y la muerte, matanzas de perros abandonados, como en el caso de la Barcelona de 1965, o el Bucarest de Ceaucescu, donde las furgonetas de la perrera recorrían la ciudad –en aquel caso, en busca de carne fresca para las fieras del zoo-, o luego también del año 2000, cuando proliferaron los perros callejeros, que andaban en manadas revolviendo las basuras y mostrándose a veces agresivos, y el Gobierno se propuso eliminar a 180.000 de ellos; los animales se salvaron por la campana gracias a los aspavientos de la exactriz y combativa animalista Brigitte Bardot, voceando en la prensa internacional el horrible crimen que estaba a punto de perpetrarse, presentándose en la capital rumana y lanzando soflamas incendiarias hasta paralizar el holocausto.
A saber qué se hizo de esos 180.000 perros que salvó la señora Bardot. El caso es que la siguiente vez que fui a Bucarest no se veía rastro de ellos…
Los perros de Barcelona es un paisaje del dolor universal, el dolor desordenado, inmortalizado en un instante sin remedio ni consuelo. Como seguramente el lector sabe por propia experiencia, el dolor extremo no tiene palabras para explicarse. El que lo padece está más allá de ellas. Por eso cuando leo que aquí o allá matan animales en gran número me acuerdo de Los perros de Barcelona, y cuando me acuerdo de Los perros de Barcelona, me acuerdo de la Carta de lord Chandos, el relato breve y crucial de Hugo von Hofmannsthal sobre la conciencia y la crisis del lenguaje.
En esa carta, el personaje ficticio de Phillip, lord Chandos, un noble inglés del siglo XVII, escribe a su amigo el filósofo Francis Bacon informándole de que ha tomado la decisión de no seguir escribiendo. Ha dejado de creer en las palabras para dar plausible fe del mundo, para describirlo con cierta competencia. Así las cosas, ¿qué sentido tiene escribir? Es una tontería, un engaño de niños. Como ejemplo de esa tesis le cuenta la anécdota siguiente: el sótano de su palacio estaba infestado de ratas; para eliminarlas, mandó a sus criados que esparciesen pedazos de queso envenenado; al día siguiente bajó al sótano para comprobar por sí mismo cuáles habían sido los efectos del veneno. El espectáculo que allí vio era repugnante y pavoroso: unas cuantas ratas muertas, otras jadeando entre estertores, otras chillando de dolor, o buscando desesperadamente una escapatoria del sótano siniestro, un agujero, una grieta, una hendidura. Algunas se apartaban para morir, otras se juntaban.
Al ver este espectáculo colosal de la vida y de la muerte disparándose en todas direcciones Chandos comprendió que la vida y la muerte son asuntos indescriptibles, son demasiado para el lenguaje. En consecuencia, escribir es absurdo. Cuando lo intenta, “las palabras”, le explica a Bacon, “se me deshacen como hongos podridos en la boca".
¿Qué escritor, qué periodista que sea un poco consciente de su oficio no ha sentido alguna vez la futilidad de escribir, el sabor a podrido de las palabras? El discurso verbal no puede verdaderamente decir lo que sucede en el sótano terrible de lord Chandos, en las trincheras de Ucrania, en las calles de Gaza, por más que uno lo intente. Pero quizá de una forma lateral, alusiva, el arte sí puede, como en el caso que nos ocupa, el caso de los perros de Barcelona, que son trasunto y símil de las ratas del palacio Chandos.
Termino estas líneas y dejo al lector con la sensación de no haberme explicado con total claridad tampoco esta tercera vez. Bueno, volveremos a intentarlo dentro de unos cuantos años, Dios mediante.