La destrucción de Las Meninas
“Este cuadro no es que sea perfecto, sino absoluto”, escribió Ramón Gaya, que estaba fascinado por Velázquez. Cuando le preguntaron a Dalí qué salvaría del museo del Prado en caso de que se produjese un incendio, respondió, con su acostumbrado ingenio, que salvaría “el aire de Las Meninas”.
Diego de Velázquez pintó en 1656 esta escena cortesana –los reyes, a los que sólo se ve en reflejo borroso en un espejo al fondo, están siendo retratados por el pintor de cámara, al que vemos con la paleta en la mano, a la izquierda, en actitud soberbia, mirando a los espectadores, o sea a nosotros--. Su hija, la infanta Margarita, con sus solícitas camareras y sus enanos, están allí distrayendo el tedio de posar, y son el “tema” del cuadro. El lienzo de gran tamaño en el que Velázquez retrató a la familia de Felipe IV está expuesto en la pared preferente de una sala que es el mismo corazón del museo del Prado, y rodeado de otras obras del pintor sevillano, como de hermanos pequeños. La disposición monumental y escenográfica del cuadro contribuye a confirmar la opinión, que sostienen algunos, de que se trata de la obra más destacada de la historia de la pintura. Una imagen ultra física y metafísica. Un instante congelado, un retrato del tiempo. Claro que estos “rankings” y poesías son por definición ineficientes.
“Las Meninas” han sido una obsesión para los pintores y los críticos y han dado pie a incontables estudios. Como es sabido –y creo recordar que yo mismo escribí aquí algo sobre el tema, a partir de un libro del poeta Josep Palau i Fabre— a Picasso este lienzo le obsesionó hasta el punto de que, ya entrado en la madurez, en un momento de crisis pictórica, de crisis de sentido de su arte cuando emergían por todas partes corrientes estéticas nuevas que él, por primera vez, no había previsto ni abanderado, decidió retirarse al rincón de meditar, es decir, habilitó un gran estudio en el piso alto de su residencia de La Californie y allí se pasó varios meses obsesivos pintando su versión de “Las Meninas”, que luego regaló a la ciudad de Barcelona y que hoy son la joya del museo Picasso. Meses míticos de lucha agónica contra la deidad como Jacob con el ángel. Picasso era supersticioso y es evidente que con aquel encierro prolongado, del que sólo bajaba, cada día, para comer y descansar, intentaba una conjura, un hechizo.
Esto fue en 1957. El año anterior en la Whitechapel de Londres el diseñador y publicista Richard Hamilton había exhibido su collage (que hace unos años pudimos ver en el Macba: ¡qué pequeñito parecía! ¡exactamente la misma sensación de cuando vimos la Pietá de Miguel Ángel en San Pedro; nunca nos quedamos satisfechos, siempre esperamos más!) “¿Qué es lo que hace a los hogares de hoy tan diferentes, tan atractivos? ”, donde se representa a un forzudo en cueros, mostrando su musculatura y sosteniendo un gran chupa-chups que lleva impreso en la etiqueta la palabra “pop”, y detrás a una mujer también desnuda, sentada en un interior burgués prototípico de la época.
Celebración y al mismo tiempo crítica irónica de la sociedad de consumo, este collage, que fue el pistoletazo de salida al pop art, y una frivolidad para las corrientes informalistas, abstractas, entonces imperantes, influyó decisivamente en Manolo Valdés (1942) y Rafael Solbes (1940-1981), los jóvenes miembros del Equipo Crónica, que estaban buscando su camino, estaban buscando orientación. Vieron esta y otras obras pop en una exposición colectiva en Amsterdam; Warhol y Lichtenstein les abrieron los cielos: aquello era lo que querían hacer. Una representación figurativa, pop, testimonial del mundo en el que vivían –no se llamaban porque sí “Crónica”, no querían aislarse en ninguna torre de marfil--, a la que inyectarían algo que está ausente en el “pop” americano: la carga crítica, marcadamente política, que por cierto ha lastrado o datado la consideración de su obra –se habla poco del Equipo Crónica, y a veces con condescendencia--, pero que les confiere una particularidad indiscutible.
Su irreverencia contestataria, antifranquista y antiacadémica, llevó a los dos muchachos a una serie de pinturas en las que se dedicaron a maltratar con insultante despreocupación el gran legado de la pintura española, convirtiendo, por ejemplo, al caballero de la mano en el pecho del Greco en un burócrata tras el mostrador, y mezclando el citado collage de Hamilton con “Las Meninas”: “La salita”
En su versión de la obra maestra de Velázquez no hay nada del heroísmo agónico de Picasso, sólo risa traviesa: una gamberrada, y encima consumada con pintura acrílica, no con óleo. Pero para los aficionados al gran arte, que tienen la imagen de “Las Meninas” de Velázquez impresas en su conciencia con todos los detalles, y recuerdos de las numerosas veces que fueron a verlas, este pastiche iconoclasta, de dos metros de altura y otros tantos de anchura y que pertenece a la colección de la Fundación March, que es donde la vi, el gesto destructivo es catastrófico, fenomenal. ¡Han llegado los bárbaros y no respetan anda!
El espacio de “La salita” no representa el taller de Velázquez en el palacio, con su tangible silencio, su atmósfera noble, sino un saloncito burgués, con televisor en la balda de una estantería, en el suelo un flotador de goma con forma de pato y un balón de playa. En la pared de la derecha, en vez de otras obras de Velázquez, cuelga… el retrato kitsch de un payaso, un payaso triste de mercadillo: ¿puede concebirse mayor profanación? Creo que “La Salita” imagen tan fea como lo son las salitas, es un gran logro del Equipo Crónica: es, en arte, la revolución francesa, madame Lamballe decapitada, su cabeza clavada en una pica: una imagen repulsiva, pero inolvidable.