En el colegio nos enseñaban la historia del arte, no sé si esa asignatura se sigue impartiendo. Nuestro maestro, que se llamaba Ignacio Feliu de Travy y era estupendo, amenizaba las lecciones leyendo documentos históricos y comentarios de Vasari, pasando diapositivas y contándonos anécdotas de los Maestros Antiguos.
De Miguel Ángel contaba, por ejemplo, que, en 1546, a asumir el encargo papal de edificar la basílica de San Pedro para el Vaticano -pues además de escultor y poeta era un eficiente arquitecto-, y pensando en la cúpula, que quería que fuera gigantesca y espectacular, como correspondía al centro litúrgico de la Cristiandad, viajó a Florencia para contemplar la que le había dado Brunelleschi al famoso Duomo, que era la más grande del mundo entonces.
Quien haya estado en Florencia recordará que se ve la imponente forma oval casi desde cualquier barrio de la ciudad. Y tras estudiar los secretos de aquel alarde de estilo y grandeza, Miguel Ángel se juramentó a superarla, exclamando (en verso, y en un tono a la vez de admiración y desafío): “Io farò la tua sorella/ più grande, ma non più bella”. Y nos imaginábamos al escultor, de pie ante la majestuosa catedral, tendiendo hacia ella el brazo doblado con el puño cerrado... O sea, como un chiflado. Anécdotas de almanaque como estas nos contaban en el colegio, y serán de almanaque pero no se olvidan.
El caso es que del arte contemporáneo no nos hablaban mucho en el colegio, y hubo que ir reconociendo por ahí su presencia, allí donde uno establecía con un objeto o con una imagen una relación especial, íntimamente exaltante, en la que de forma tácita se alude a algo que está detrás de la cosa y se manifiesta en la cosa, y que no se ha dejado ver hasta que uno ha entrado en contacto con ese objeto o esa imagen. Tal como pasa en el enigmático cuento Un sueño realizado de Onetti, que recordé a nuestros lectores en estas páginas. Para conducirles a la idea de que las grandes obras de arte de hoy son sueños realizados.
Un día le pregunté a Pazos: "Dime, Carlos, en tu opinión, ¿qué es el arte?". Y sin pensarlo mucho me respondió que es "algo que te hace compañía". Entiendo que ha de ser una compañía de calidad e intensidad superior a la normal, una compañía que trabaja en ti, dialoga contigo.
En este sentido, mi primer contacto con una obra maestra de arte contemporáneo fue ver a Onetti en televisión. Nuestra generación era hippie, descamisada y roquera, pero ante en la pequeña pantalla familiar, en programas como Encuentros con las letras y A fondo, la efigie de Onetti recién llegado del exilio, demacrado, entrado en años, lento y un poco balbuciente, calvo, un señor con grandes gafas de pasta negra sobre unos mofletes caídos, enfermo de una fatiga milenaria, con un cigarrillo eterno en una mano y un vaso tubo de whisky en la otra, vestido como si guardase luto por toda la humanidad.
Presencia desvalida e imponente. Pero ¿esto qué es?, nos preguntamos. Éramos melenudos, vestíamos tejanos, escuchábamos rock. Ver en la televisión a aquel señor de voz pausada, cansada, que parecía venir de muy lejos y encarnar en su propio cuerpo la idea de derrota lejana, nos causó un impacto estético de primera magnitud.
Años después le visitaría, como expliqué en septiembre, en su piso de Madrid donde él, cuidado amorosamente por su mujer, guardaba cama permanente, entre medicamentos y vasos tubo de whisky aguado, tal era su desapego de casi todo menos de las novelas policiales americanas y de las que él mismo todavía iba escribiendo con letra terrorífica, parkinsoniana. En su piso sentí que había entrado en una obra de arte contemporáneo.
Encomendado a su magisterio y a su recuerdo empiezo en Crónica Global una serie de artículos dominicales en los que iré presentando, semana a semana, una obra maestra, elegida según el más riguroso criterio, que es el del gusto propio.
Repasando la lista de las obras en que he pensado y quiero recomendar, me he dado cuenta de que a casi todas las une, además del alarde de imaginación, cierto sentido del humor destructivo. Así, hablaremos, sin orden cronológico sino al albur del deseo, y prestando también atención a lo que el momento presente nos ofrezca en los escenarios de Madrid y de Barcelona, de Rauschemberg, de Duchamp y Bruce Nauman, de Joao Onofre y de Raša Todosijević, de Dora García y de Cristina Garrido, de Tres, de Peralta Ramos, de Michel Landy. Etcétera.
El lector disfrutará y acaso se sienta invitado a buscar también él la presencia de lo que está detrás, ya sea en los sitios donde no se espera el arte, como en el caso de la televisión que acabo de comentar, ya sea en los templos de paredes blancas que se le consagran, museos, galerías y centros culturales.