En un par de semanas mi hijo cumplirá un año y todavía no me lo creo. ¡Un año! Miro hacia atrás en el tiempo e intento revivir los primeros momentos, su cuerpo frágil y delicado apegado a mi pecho, los puños cerrados cuando lloraba de hambre, los ojos semiabiertos buscando un punto de luz. “¿Y de los cólicos? ¿No te acuerdas de los cólicos? Los de mi hijo duraron dos meses y cuatro días, me acuerdo a la perfección, porque en cuestión de segundos se convertía en el muñeco diabólico”, me comentó mi amiga Núria el pasado fin de semana, el primero que paso con mis amigas de la universidad desde que empezó la maldita pandemia.
Como yo he sido la última del grupo en ser madre, todas reviven conmigo la ilusión de tener un bebé en casa, en lugar de a un preadolescente que empieza a contestar mal y hacer lo que le da la gana. Sin embargo, también coinciden en una cosa: “Con los niños, vives el momento, enseguida olvidas los problemas pasados y vives intensamente los actuales”.
¿Diarrea u otitis?
El problema más actual, en mi caso, ha sido que mi hijo ha estado casi tres semanas con diarrea o, más bien, haciendo una caca fea y con moco más de seis veces al día. Preocupada, llamé al pediatra. Este me obligó a someterlo a una dieta estricta a base de zanahoria, patata, arroz hervido, plátano, manzana y leche sin lactosa, y mi pobre hijo, que ya había probado los macarrones, el fuet y las galletas de chocolate, me daba mucha pena. “Aviaaaaa, aviaaaa”, me decía, señalando al armario donde guardo las galletas. Nada de galletas, ni yogur, ni bastoncillos de pan. A cambio, le ofrecía una rodaja de plátano, que él, aburrido de la fruta amarilla, agarraba con desgana y terminaba aplastando con los dedos.
Como la diarrea no se le iba, al final el pediatra dedujo que podía tratarse de una otitis mal curada y le recetó antibiótico. Al día siguiente, la diarrea había desaparecido. Bendito Zithromax, pensé. Hasta mi hijo relamía el dosificador de plástico con el que le administraba el antibiótico.
'Superwoman'
“Esto solo acaba de empezar, prepárate cuando empiece la guardería, lo pillará todo, y tú detrás”, me consolaron mis amigas. De momento, sigo sin llevarlo a la guardería. Entre mi madre y una canguro que viene cuatro mañanas a la semana, he conseguido tener cierto equilibrio entre vida personal, laboral y familiar (ser mamá) aunque no presumo de ser ninguna superwoman.
La mayoría de mis amigas casadas sí son superwomen, sus vidas van cronometradas al minuto, y apenas tienen tiempo para ellas: trabajar, recoger a los niños en la escuela, llevarlos a extraescolares, preparar cenas y baños, e irse a la cama. Algunas ni siquiera cenan con sus maridos, porque cuando este llega a casa --del trabajo, de entrenarse, de ir en bici-- están demasiado agotadas. Estoy hablando de mujeres de cuarenta y pocos, una generación que yo creía más feminista. Pero la realidad sigue siendo la misma: ellas cargan con casi todo el trabajo. “Mi marido ni siquiera quiere estar en los chats de padres de la escuela”, se quejaba mi amiga. Por suerte, yo no tendré que lidiar con este tipo de problemas en casa. Ventajas de ser madre soltera.
Ventajas de la madre soltera
La monomaternidad tiene otras ventajas, algunas incluso por ley, aunque no tantas como las familias numerosas. En Cataluña, el carné de familia monoparental (que yo recibí nueve meses después de haberlo solicitado) te da derecho a un 50% de bonificación en las guarderías de la Generalitat, preferencia a la hora de conseguir plaza en la escuela pública, algunos descuentos en el transporte público catalán y entrada reducida a museos, centros culturales y de ocio. Por otro lado, la Seguridad Social te da una ayuda (única) de mil euros por hijo.
En Barcelona, un grupo de madres solteras ha realizado una comparativa sobre las ayudas que reciben las familias numerosas y monoparentales, y esperan poder presentarla en breve ante el Parlament con el fin de poder subsanar los agravios comparativos existentes. La petición, liderada por Helena Vicente, madre soltera y profesora de la Universidad de Barcelona, se hará en nombre de la Federació de Famílies Monomarentals.
Mi pequeño futbolista
En mi caso, ser madre soltera de un niño de casi un año que ya camina y está obsesionado con las pelotas, tiene otra ventaja implícita: en el parque siempre acabo estando en el lado de los papás, así que, con un poco de suerte, igual ligo con algún divorciado. No hay prisa, porque ya veo que mi hijo será futbolista. A la que ve a unos niños jugando al fútbol, se olvida de columpios y toboganes y empieza a andar a toda pastilla en dirección al balón, aunque tenga que cruzar una plaza y jugarse recibir un pelotazo. “Venga, chavales, dejad jugar un rato al bebé”, ordena entonces algún padre a los niños. El que estaba a punto de chutar no tiene más remedio que pasarle la pelota a mi retoño y esperar de brazos cruzados a que se canse de cogerla y hacerla rodar.
Mi móvil está lleno de fotos de mi hijo jugando con balones de fútbol, pero hay pocas en las que salgamos los dos. Cuando consigo por fin que alguien nos haga algunas, las estudio con atención y elijo siempre la que él sale más guapo para publicar un stories en Instagram. Creo que ese ha sido mi gran avance como persona desde que soy madre: no importa si yo no salgo guapa en la foto, lo importante es él. Y, pensándolo bien, tener un hijo también me está ayudando a desengancharme de las redes sociales. Desde que soy madre, no sé qué foto colgar en Instagram. Igual tengo una crisis de imagen. O vivo atrapada en el día de la marmota.