Si hay algo que a una madre le debe ser difícil olvidar es el momento en que ve a su hijo ponerse de pie por primera vez e intentar dar un paso. En mi caso fue a los pocos días de cumplir los 10 meses, coincidiendo con el regreso de las vacaciones y la vuelta a la rutina, si es que existe el concepto rutina para un bebé con todo el mundo por delante por descubrir. “¿Para qué quedarme en el suelo gateando si en casa de los abuelos tengo mesas y estanterías llena de figuritas, cajas y fetiches varios para meterme en la boca o tirar al suelo? ¡El mundo es mío!”, parecía decirme mi bebé cada vez que lograba ponerse de pie con algún objeto agarrado entre las manos y dar un par de pasos antes de caerse de culo.
Además de las figuritas y objetos rompibles del abuelo, a mi hijo le encantan las pelotas y las ruedas. Podría pasarse la tarde lanzándose a sí mismo una pelota y yendo tras ella mientras rueda por el suelo. También le he regalado un par de coches de juguete y lo que más le fascina es darles la vuelta y hacer girar las ruedas sin parar. Pero lo que más le gusta es explorar las ruedas de su cochecito, como si le estuviera pasando la ITV. Cuando salimos al párking para despedir a alguien, grita emocionado cuando ve girar las ruedas del coche que se va, pasando olímpicamente de la persona que le dice adiós desde la ventanilla, o apunta con sus dedos a las ruedas de las bicicletas apoyadas en la pared para que se las deje tocar.
Antes de ser madre no creía demasiado en las diferencias de género al nacer, pero ahora tengo mis dudas. “¡Claro que hay diferencias!”, me aseguró mi amiga Elena, madre de tres niñas, una tarde que pasamos juntas en la plaza del pueblo. Su hija pequeña, tres meses mayor que el mío, se quedó sentada tranquilamente en el suelo y se entretuvo jugando con las piedrecitas, mientras mi hijo se abalanzaba sobre las sucias y destartaladas ruedas del cochecito de su nueva amiga, que para él eran una novedad.
Elena me contó que a la hija de una de sus amigas le regalaron una moto y lo primero que hizo fue cubrirla con una manta y darle un biberón. “Las niñas son cuidadoras por naturaleza”, me dijo. Yo, que siempre he creído que eso de “hombre cazador, mujer recolectora” son prejuicios culturales, preferí no decir nada. Ahora tengo mis dudas. Lo único que tengo claro, al menos, es que mi hijo, más allá de ser cazador, mecánico o lo que sea, será feminista, o no será.
A los 11 meses, nuestras incursiones en la calle se han vuelto cada vez más movidas. Contra todo pronóstico, me he vuelto fan de los parques infantiles y los columpios porque las horas con un bebé pasan mucho más rápido fuera de casa y rodeada de otros niños. Niños que gritan, tienen mocos, se roban los juguetes entre ellos y lloran cuando los sacas del columpio. Mi hijo se agarra con las manos y hace una fuerza tremenda con los brazos cuando intento sacarlo para que pueda subirse el siguiente niño. Nadie me había avisado de que tendría que hacer cola para montar en los columpios. ¿Cuál es el protocolo? ¿Tres minutos?, ¿cinco minutos? Hay niños más mayorcitos que saben poner una mirada penetrante e intimidatoria para conseguir que te vayas rápido. Son unos abusones. Y sus padres no dicen nada.
Mi hijo todavía no va a la guardería, pero la vuelta a la rutina ha supuesto quedar con amigas con niños que sí van a la guardería y ha empezado a ponerse enfermo. Primero llegó la fiebre —una fiebre misteriosa que apareció y desapareció sin motivo aparente—, después llegaron los mocos. Unos mocos líquidos y transparentes, de apariencia inofensiva, pero que por la noche se convirtieron en mi peor calvario hasta hoy. Los mocos se le quedaban atascados en la nariz y el pobre no podía dormir y roncaba como un cerdito. Las primeras dos noches no se durmió hasta que me lo coloqué encima de mí, boca abajo, como hacíamos cuando era un recién nacido, con la diferencia de que ahora pesa nueve kilos. Cuando desparecieron los mocos, llegó la diarrea. Una diarrea crónica que me ha obligado a cambiarle la dieta durante casi 15 días: patata, zanahoria y arroz hervido, manzana y plátano, Y NADA MÁS, me advirtió el pediatra, después de analizar sus cacas, pastosas y cubiertas de una fea mucosa.
Pero al vivir en casa de mis padres, donde entra y sale mucha gente a diario, es difícil controlar que nadie le dé nada a mi hijo. Un poco de pan, una galleta, un trocito de chocolate... “No pasa nada, seguro que la diarrea es de los dientes”, me dijo la chica que viene a limpiar, para tranquilizarme. Es cierto que le están saliendo más dientes —ya tiene dos arriba y tres abajo—, pero no hay evidencia científica de que la diarrea sea una consecuencia del crecimiento de los dientes, como tampoco lo es la fiebre. Sí lo son el culo irritado, la inflamación de las encías y el babeo continuo, o los continuos mordiscos que me pega en el cuello, en plan vampiro, o en alguno de mis dedos cuando los tiene a mano. Lo que ya no me muerde son las gafas. Sin embargo, sacármelas sigue siendo su juego favorito. Cuando lo consigue, me mira con cara de pillo y se ríe, como diciendo “estás mucho más guapa sin”. Y después me las devuelve, para sacármelas otra vez.