A los pocos días de cumplir los ocho meses, mi bebé se puso enfermo por primera vez. “Es normal, entre los seis y ocho meses es cuando las defensas que le transferiste durante el embarazo y la lactancia desaparecen”, me tranquilizó mi tía, médico jubilada, cuando le conté que esa madrugada mi hijo se había despertado en la cuna lloriqueando. Al cogerlo en brazos, había notado que su cabeza parecía una bombilla, de lo caliente que estaba. Encendí la luz del dormitorio y, cómo pude, le puse el termómetro debajo de la axila: 38,2ºC.
“No es mucha fiebre”, pensé, mientras despertaba a mi madre para explicárselo. A diferencia de muchas de mis amigas, he descubierto que soy una madre poco propensa a preocuparme y ponerme nerviosa antes de tiempo, aunque ellas no cuentan con la tranquilidad de vivir en casa de sus padres. De hecho, creo que no me hubiera atrevido a ser madre soltera si no hubiese contado con la ayuda de mis padres. Por suerte, tienen una casa espaciosa y nos llevamos más o menos bien. Y, además, creo que para mi hijo es mejor y más estimulante crecer en un hogar lleno de gente, que estar conmigo mano a mano todo el día. Qué aburrimiento.
Mi madre, con ojos soñolientos, me ayudó a darle a mi hijo una dosis de Apiretal, el paracetamol para niños, que hace milagros. El Apiretal es un jarabe de color rojo y huele como a fresa, pero a juzgar por el pollo que me montó mi hijo cuando intentamos dárselo, debe tener un sabor asqueroso.
Los mitos sobre los dientes
A la mañana siguiente la fiebre había bajado, pero mi bebé no era el mismo de siempre: estaba decaído, quejica, ni siquiera quería comer su papilla favorita, la de cereales. Durante dos días estuvo alimentándose de biberones y durmiendo conmigo en la cama. La fiebre le subía a primera hora de la tarde y por la noche, antes de acostarse, pero a parte de fiebre, no tenía ningún síntoma más.
Al tercer día con fiebre, lo llevé al pediatra, como dice el protocolo. Nuestro pediatra es un hombre encantador, de unos sesenta años, al que todos los bebés odian desde el primer día. Después de explorar a mi hijo y hacerlo llorar como si le estuvieran torturando, diagnosticó una posible gripe intestinal o una infección de orina.
“¿Y la fiebre no podría estar relacionada con el crecimiento de los dientes?”, le pregunté, curiosa, repitiendo lo que me habían sugerido algunas amigas.
Mi pediatra me dijo que no, que los dientes no suelen dar fiebre, ni mucho menos provocan falta de hambre. “Hay muchos mitos sobre los dientes y la fiebre”, me dijo, muy serio.
Excursión a la montaña
Mientras escuchaba al pediatra, pensé que mi hijo probablemente tenía fiebre por culpa mía: lo estuve bañando en una piscina con el agua muy fría y tengo la sensación de que pasa frío por la noche, porque se destapa. “Esta noche le pongo calcetines”, me prometí, a pesar de fuera estábamos a 29 grados.
Por suerte, esa noche ya no tuvo fiebre y al día siguiente mi bebé volvía a ser el de siempre. Eso significaba que podía tirar adelante con mi anhelado plan de vacaciones: escaparme cuatro días al Pirineo aragonés con una amiga, sin el bebé. Cuatro días para hacer lo que me diera la gana --ir de excursión, bañarme en un lago, leer un libro, dormir ocho horas de un tirón. “¿No lo echarás de menos?”, me preguntaba todo el mundo.
La verdad es que sí, que lo eché de menos cada vez que mis padres me enviaban alguna foto de mi hijo pasándoselo en grande sin mí, pero la escapada me sentó de maravilla. Reconecté con la Andrea de antes, la Andrea sin responsabilidades maternales. Realmente, los que dicen que tener un hijo es un acto egoista, no tienen ni idea de lo que dicen.
Llorar a pleno pulmón
Para compensar mi escapada en solitario, a finales de mes organicé otra escapada a la montaña, esta vez acompañada de mi hijo, una amiga, su marido y sus dos niños, de tres y un año y medio. El primer día ya prometía: nada más entrar en la habitación de hotel, mi hijo empezó a gatear por primera vez. Así que me pasé los tres días siguientes con la espalda encorbada, corriendo detrás de un bebé con cara de pillo, procurando que no se abriera la cabeza con el canto de una mesa o un bordillo.
Durante esos tres días, mi bebé también se cayó por primera vez de una silla, tomó su primer aperitivo (aceitunas, patatas fritas, pizza, fuet) y descubrí que cenar en un restaurante con tres niños pequeños puede llegar a ser el caos máximo, pero como ser madre tiene un punto de masoquismo, ya tengo ganas de repetir.
“A dá, a dá”, dijo mi hijo cuando en el coche, de regreso a casa, le pregunté si se lo había pasado bien. Estoy convencida de que “A dá, a dá”, en el idioma de un bebé de ocho meses, quiere decir “me gusta”. “A dá, a dá”, gritaba estos días cada vez que veía a un perro o agarraba con sus manitas una rebanada de pan con tomate. “A dá, a dá”, dijo cuando lo dejé en el suelo de la habitación para que gatease, mientras yo deshacía las maletas. A los pocos segundos, estaba llorando a pleno pulmón. Se acababa de dar de bruces contra una papelera.