El día que mi hijo cumplió seis meses coincidió con el Día de la Madre --mi primer día de la Madre-- y para hacer honor a mi nuevo estatus familiar, ese día precisamente fue el día que se me cayó de los brazos mientras le hacía el avión. No sé muy bien qué pasó, pero en cuestión de segundos mi hijo salió volando y aterrizó sobre una silla. Por suerte, era una silla tapizada y no pasó nada, más allá de hacer la croqueta y chocarse contra el respaldo, pero el susto que me pegué, no lo olvidaré nunca.
“Tendrías que ponerle una chichonera”, bromeó una de mis tías, que estuvo presente en el incidente.
Resulta que este tipo de cascos para bebé ya no existen, pero se usaban mucho en su época.
Una semana después, en línia con mi instinto maternal y confiando en que mi hijo ya empezaba a aguantarse sentado, me giré medio segundo para buscar un frasco de jabón mientras lo bañaba en la bañera y en ese instante resbaló hacia atrás, hundiéndose en el agua. Lo saqué enseguida, pero la imagen de mi hijo con los ojos abiertos y aterrorizado debajo del agua me perseguirá toda la vida. Lloró y chilló tanto que pensé que al día siguiente le daría miedo meterse en la bañera, pero no fue así. Dos semanas después, el baño seguía siendo su momento favorito del día.
Poco después de cumplir los seis meses, me di cuenta de que mi hijo se había vuelto un imita-monas. ¿Qué yo bebo agua en un vaso? Él también quiere. ¿Que como fuet? Él también. ¿Pan? Él también. ¿Encender la luz? Él también.
Lo que más le divierte a mi bebé es ver cómo las luces se encienden y se apagan. La lámpara led que usa mi padre para leer es su favorita. Podría asegurar que se ha convertido en su mejor amiga después de la lavadora, por la que tiene una fascinación sin igual. Muchas veces, cuando oye el sonido del centrifugado, chilla de emoción y me pide que lo acerque a ella. “Quizás está observando los flujos gravitacionales”, me dijo un amigo cuando le envié una foto de mi hijo sentado frente a la lavadora.
Aprovechando el estado de embobamiento en el que entra, un día probé de darle la papilla de verdura frente a la lavadora encendida, a ver si así tenía más suerte. Porque mi hijo --aparte de galletas, pan y embutidos que no debería haber probado todavía-- no quiere saber nada de comida de verdad. ¿Papilla de verdura y pollo? Atrévete. Me ha pillado todos los trucos --distraerlo con el móvil, esconderme detrás de una servilleta para que se ría y abra la boca, leerle un cuento, sentarlo frente a la lavadora-- y solo con oler la cuchara ya gira la cabeza y cierra la boca de forma hermética.
El único día que vi a mi hijo comerse una papilla de verdura sin rechistar fue también el único día que la papilla no la había hecho yo, o la chica que trabaja en casa, sino mi amiga Olivia, que tiene un hijo solo cuatro días más pequeño que el mío.
Hacer la croqueta
Aprovechando que mis padres se marchaban de fin de semana y tenía la casa para mi sola, invité a Olivia y a su pareja a pasar el día y jugar a ser padres novatos. Olivia, muy previsora, se trajo su propia papilla, de moniato, zanahoria y quinoa, e insistió en que se la dejara probar a mi hijo, viendo la batalla campal que estaba montando en la cocina para conseguir que se comiera la mía. Funcionó. “Ya verás, ponle moniato siempre, que está muy dulce, y conseguirás que se la coma”, me aconsejó. Lo probé al día siguiente y, obviamente, no sirvió de nada.
Otro día me llamó una conocida del pueblo que también ha sido madre recientemente para que me apuntara a clases de yoga para mamás y bebés. Le dije que sí, pensando que era una buena ocasión para socializar con otras madres, aunque me olía que sería imposible hacer yoga con mi hijo. No me equivocaba. Mientras los demás bebés se quedaban tumbados boca arriba en la colchoneta y sus sus madres hacían tranquilamente el perro boca abajo, mi hijo se empeñaba en estirarme del pelo, hacer la croqueta y gritar de felicidad.
¿No lo vas a llevar a la guardería?, me pregunta mucha gente. Tengo la suerte de trabajar en casa y contar con la ayuda de mi madre, además de una canguro, así que de momento lo he descartado. Mi madre, que es médico, insiste en que no lo lleve hasta que tenga al menos un año y medio, porque si no, lo tendré enfermo todo el santo día. He decidido hacerle caso, pero la realidad es que se hace pesado estar todo el día con un bebé más mayorcito. A partir de los seis meses ya no duermen tantas siestas y reclaman toda tu atención. Para que las tardes se me hagan más cortas, lo llevo al parque de vez en cuando y lo balanceo en los columpios. Le gustan tanto que alguna vez se me ha quedado dormido. Pero lo que más le gusta del parque no son los columpios, sino ver a otros niños correteando a su alrededor. Su ídolo es su prima Cora, de tres años, de quien no saca el ojo de encima y le ríe todas las payasadas. Ella, en cambio, pasa olímpicamente de él.