Mi bebé ha estrenado sus cuatros meses durmiendo en una cuna nueva, porque en el moisés ya no cabía. “¡Qué rápido crecen!”, comento con los operarios que han venido a montarme la cuna, porque yo soy una inepta para el bricolaje. Ellos me responden que sí, que aproveche, que esto pasa muy rápido y enseguida tienen dieciocho años, ya verás, y no quieren saber nada de ti, excepto para pedirte dinero y gastárselo en ropa y copas.
Me río imaginando a mi hijo en edad adolescente, durmiendo la mona en una cama de verdad, y no en esta cunita de metro veinte por sesenta donde se supone que dormirá hasta los dos años.
Una vez instalada la cuna nueva en el cuarto, lo he metido dentro. Se ve muy pequeño, tan pequeño como cuando lo metí en el moisés al llegar del hospital. “Se va a perder en esta cuna”, le digo a mi madre, mientras lo contemplamos muertas de risa. Él nos mira sonriente desde la cuna, agitando las piernas, su forma de decir que está contento. Le acerco un peluche, pero no le hace ni caso. Prefiere jugar con el cordón del protector de cuna que hemos colocado en la zona del cabezal. De nada sirve. Esa noche, y todas las siguientes, me lo encuentro durmiendo en horizontal, es decir, con la cabeza enganchada a los barrotes laterales. Pero duerme tranquilo, como si hubiera dormido siempre en esa cuna. No hay nada que transmita más paz y amor que ver a tu hijo durmiendo plácidamente en la cuna. “Me entran ganas de llorar”, le digo a un amigo. “Sé de qué estás hablando”, me responde. “A mí me ocurre lo mismo cuando veo a mi hijo dormir, y ya tiene trece años”.
¿Y el chupetero?
Tras cumplir cuatro meses he notado cambios importantes. Lo veo menos bebé. En primer lugar, empieza a comérselo todo, desde sus dedos, al sonajero o el chupete, que mordisquea como si fuera un juguete. Puede que estén empezando a salirle los dientes, pero yo aún no veo nada. También ha empezado a darme largos discursos mientras lo desnudo para el baño. “Ayeya, ayu, eye, ay aya yaya”, Me dicen que está poniendo a prueba su propia voz, ha descubierto que sabe emitir sonidos diferentes y espera que le respondas. Intento repetir lo mismo que él, pero su tono es tan agudo que no llego. Entonces él se me queda mirando con los ojos muy abiertos y se calla unos segundos. Después retoma su interesante discurso de bebé, que puede prolongarse mientras está en el agua. Al salir, suele optar por mordisquear algo: el chupete, mi cepillo del pelo, un pack de lentillas. Tiene hambre, y como no me de prisa en ponerle en pijama, me voy a enterar.
Con cuatro meses también ha llegado el momento en que me he hartado de agacharme para recoger el chupete del suelo, así que he comprado un par de chupeteros por internet. Un chupetero es una especie de cadenita para colgar el chupete, con una pinza en un extremo para sujetarla a la ropa del bebé. Colocar el chupete parecía una operación simple, pero he acabado consultando un tutorial en YouTube para conseguirlo. Me ha consolado saber que hay otras madres por el mundo tan patosas como yo. También he visto que hay tutoriales para hacer gimnasia con el bebé a cuestas. Creo que un día de estos lo intentaré, porque echo de menos hacer algo de deporte. Hasta ahora, mi único ejercicio ha sido caminar por el bosque y la sesión semanal con la fisio, para fortalecer el suelo pélvico y el abdomen. De lo primero estoy la mar de bien (con la cesárea sufre menos), pero la barriga es otra historia. Después de cuatro meses, sigue flácida y un poco hinchada, por muchos hipopresivos que haga.
Mi hijo, un héroe
Mientras estoy en la fisio, mi madre ha sacado a mi hijo de paseo. El paseo ha resultado ser algo accidentado. A medio camino mi bebé ha soltado su juguete favorito, una girafa de caucho llamada Sophie, a la que muerde con tanta fuerza que parece un caníbal, y ha quedado tirada en medio de la calle. Cuando mi madre se ha girado para recogerla, ya era demasiado tarde: un coche la ha atropellado. “Creo que todavía la podemos recuperar”, me ha dicho mi madre, enseñándome la girafa. Tenía una pinta asquerosa, cubierta de una patina gris, pero aún sonaba cuando la apretabas. “Mec, mec”. Mi madre la ha lavado con fervor y, sí, al cabo de dos días había resucitado, para gran alegría de mi hijo.
A las dos semanas de cumplir cuatro meses, ha tocado visita con el pediatra. Tengo que decir que mi hijo es un héroe. Nunca llora cuando le ponen la vacuna, y encima tiene la gentileza de hacerse caca en la consulta, ahorrándome sus torpedos sorpresa en casa. De hecho, mi hijo llora poco, más bien refunfuña. Suelta una especie de quejidos agudos que van aumentando de tono si ve que no lo sacamos del cochecito o no le hacemos caso. “Te va a empezar a boicotear las conversaciones, ya lo verás”, me advierte una amiga mientras comemos y mi hijo intenta llamarnos la atención desde el cochecito. Lo agarro en brazos y se lo pregunto, intentando mirarle a los ojos (algo bastante imposible): “¿de verdad, me boicoteas?” Él pasa de mí e intenta agarrar el vaso de agua que estoy bebiendo. Empieza a querer agarrarlo todo y llevárselo a la boca. Para él todo es un biberón, desde el pimentero al botellín de cerveza.
Otra amiga me ha prestado una especie de orinal verde para tenerlo sentado sobre una repisa o una mesa, y yo poder hacer cosas. Lo hemos colocado sobre la mesa del comedor, para que nos viera mientras comíamos un arroz de pescado. Solo ha aguantado sin protestar cinco minutos. Definitivamente, el orinal-sofá no le gusta, como tampoco le gusta la hamaquita-balancín. A mi hijo lo que le gusta es estar en brazos, a poder ser, de pie. Y como ya empieza a pesar lo suyo, he decidido finalmente estrenar la mochila y darle un paseo por el bosque. Lo he colocado mirando de frente, para que pudiera verlo todo, y se ha vuelto loco de alegría. Sus piernas se agitaban con más brío que nunca y sus ojos lo miraban todo con la curiosidad infinita del que descubre la naturaleza por primera vez: un árbol, una flor, una hoja, el sonido de un pájaro. Mi hijo era feliz.