Para mi grata sorpresa, tener un bebé me ha ayudado a reconectar con amistades que creía perdidas. Por ejemplo, mi amiga Sandra, a quien había perdido la pista desde la 'uni', que se enteró por Instagram de mi embarazo y fue de las primeras en felicitarme desde Suiza, donde vive ahora. O Noe, una antigua amiga del cole, que se presentó por sorpresa en mi casa con un muñequito para el bebé que ella misma había tejido; o Raquel, que a pesar de ir siempre muy ocupada, fue la primera en coger el coche y plantarse en en el Maresme para conocer a mi pequeño sucesor.
Imagino que mi reciente maternidad ha despertado en mis amigas (especialmente las que han sido madres) un cierto sentimiento de nostalgia (“disfruta de cada minuto, se hacen mayores tan rápido...”) y empatía. “¿Te encuentras bien?, ¿Te deja dormir?, Cómo vas de ánimos?”, me preguntaban todas. Yo les respondía que estaba muy bien, algo avergonzada. Al estar instalada en casa de mis padres, mi primer mes con el bebé no estaba siendo nada duro. No tuve que preocuparme de hacer la comida ni de limpiar la casa, ni tampoco estaba esclavizada dándole el pecho cada dos horas, porque había empezado a sustituir algunas tomas por biberón (y el biberón se lo podía dar cualquiera). Muy pronto encontré tiempo para escribir artículos y escaparme algunas horas sin el niño para pasear o comer con alguna amiga. Encima, mi bebé empezó a dormir cuatro horas de un tirón por las noches, así que dormía bien.
El hervidor de agua
“No sabes la suerte que tienes”, me repetían. Las hormonas también tuvieron mucho que ver en mi estado de ánimo. Me sentía cargada de energía y buen humor, y con el guapo subido. Me miraba en el espejo y me veía radiante y con unos pechos preciosos. ¿Quién dijo eso de que la libido cae en picado después de dar a luz? Mientras le daba el pecho a mi bebé, aprovechaba para leer y chatear por Whatsapp con un ligue que había conocido justo antes de quedarme embarazada. Se moría de ganas de que terminase mi cuarentena para poder vernos y comprobar que mis pechos habían crecido al subirme la leche. Yo también me moría de ganas de verlo, pero como no tenía muy claro que nuestra historia fuera algo más que sexo, también aproveché esos días para actualizar mi perfil en Tinder. Al fin y al cabo, haber sido madre no es incompatible con estar soltera y sin compromiso.
Entre biberones, cacas y paseos, me empeñé en relajar a mi bebé con música clásica: mientras escuchábamos en bucle los Nocturnos de Chopin y los conciertos para piano 21 y 22 de Mozart, contemplaba orgullosa como se quedaba dormido en mi regazo. “Tiene buen gusto musical”, me decía. Hasta que una noche, preparándole el biberón a toda prisa para que dejase de llorar, descubrí que el ruido del hervidor de agua lo calmaba mucho más rápidamente que Chopin. “Uy, el mío se dormía con el ruido del extractor de la cocina”, me explicó una amiga cuando le conté mi descubrimiento. “Prueba también con el secador de pelo, ya verás”, añadió. Después me recomendó que buscase en Spotify listas de ruido blanco especiales para bebés. Tenían lo suyo, pero mi bebé siempre prefirió el hervidor.
¿Y los cólicos?
A los veinte días de nacer, se le cayó el cordón umbilical. Un momento anhelado, pues significaba que por fin podíamos bañarlo y romper un poco con la monotonía diaria. El primer baño de mi hijo se convirtió en una especie de acontecimiento familiar, que mi padre, l’avi, se encargó de inmortalizar en un vídeo de catorce minutos y medio. Daría lo que fuera por volver atrás en el tiempo y ver de nuevo su carita de susto al descubrir el agua por primera vez. Recuerdo sus puños cerrados abriéndose lentamente, sus piernas menudas dando pequeñas sacudidas, los labios dibujando una sonrisa hacia el infinito.
Todo el mundo sabe que no es necesario bañar al bebé cada día, pero no importa. El baño de la tarde es una especie de ritual sagrado en el que todo el mundo quiere participar: tíos, abuelos, amigas, hermanos... nadie quiere perderse el momento de máxima felicidad del rey de la casa. Además, ¿existe algo más gustoso que un bebé recién bañado, con el pijama puesto, dispuesto a zamparse un biberón y quedarse frito?
Lamentablemente, cuando piensas que todos los atardeceres van a ser así de fáciles, aparecen los famosos cólicos. Y esa dulce criatura que parecía a punto de quedarse dormida en tus brazos, de pronto parece poseída por el demonio: empieza a retorcerse y a tensar el cuerpo, con la barriga dura como una piedra, y se pone a llorar (sin lágrimas) desconsoladamente. De nada sirve ponerle el chupete, ponerlo boca abajo o calmarlo con palabras suaves. El cólico es como un retortijón, tiene que pasar. “Si ves que se pone muy nervioso, prueba de darle un poco de infusión de manzanilla con una jeringuilla”, me aconsejó el pediatra por WhatsApp. Probé eso, y también un remedio homeopático que vendían en la farmacia, pero nada funcionó. Los cólicos habían venido para quedarse.