Antes del Covid-19, hubo el aceite de colza. Pero el recuerdo de la peor intoxicación alimentaria de la historia de España ha caído en el olvido. Este primero de mayo se cumplen 40 años de los primeros casos del síndrome tóxico, la enfermedad provocada por el consumo de aceite adulterado en la primavera y verano de 1981.
Según los últimos datos disponibles, la epidemia afectó a unas 20.000 personas de las cuales, hoy en día, más de 6.000 ya han fallecido. Carmen Cortés, coordinadora de la plataforma Seguimos Viviendo, tiene claro que el paso del tiempo ha jugado en su contra. "Nos hemos sentido abandonados", expresa dolida.
Flecos pendientes
Para los superviventes unidos en torno a esta asociación, el "Estado no ha hecho nada" por difundir su caso. Es más: la plataforma se prepara para pleitear en la esfera internacional. En mayo de 1989, la Audiencia Nacional dictó una sentencia que muchas víctimas consideran blanda: solo se condenó a prisión a dos personas, Juan Miguel Bengoechea y Ramón Ferrero, por delitos contra la salud pública. Además, la resolución solo reconoció 330 muertes como consecuencia directa de la ingesta del aceite.
El resto de acusados fueron absueltos o se dio por cumplida su pena tras sus años en prisión preventiva. Por otro lado, la portavoz de la entidad critica las "ayudas insuficientes" desplegadas por la Administración. Como detalla Cortés, los dos subsidios existentes --la ayuda económica familiar complementaria y la ayuda domiciliaria-- no cubren las necesidades de los afectados.
Mala calidad de vida
"Los subsidios no dependen de la afectación personal, sino de los ingresos familiares. Nosotros reclamamos la autonomía de la víctima independientemente de los ingresos de la familia. Además, las ayudas no consideran el aumento anual del IPC, sino del IPREM, perdiendo poder adquisitivo al ser un índice de menor cuantía", denuncia.
Más allá del plano económico, las secuelas físicas persisten. Manuel Posada, director de la Unidad de Investigación sobre el Síndrome del Aceite Tóxico en el Instituto de Salud Carlos III, describe sus efectos a grandes rasgos: "En general, las víctimas están en situación grave y es una enfermedad que afecta al pronóstico de vida. Muchas personas necesitan bombona de oxígeno para respirar y padecen lesiones articulares y neurológicas. La calidad de vida es bastante mala".
De la confusión al diagnóstico
El causante de este cuadro clínico se llama anilina. Esta sustancia extremadamente tóxica y de uso industrial se mezcló por parte de los distribuidores con aceite de colza comercializado a granel en regiones como Madrid y Castilla y León. El resultado fue un reguero de muertes y hospitalizados que conmocionó a la sociedad. En un inicio, se creyó que algún patógeno había infectado a los pacientes, ya que la dolencia atacaba principalmente al sistema pulmonar y provocaba síntomas comunes como tos o mocos.
"Al principio todos buscamos al bicho. Pero al cabo de unos 40 días se convenció a las autoridades que paralizasen la venta ambulante del producto al constatar que se trataba de un origen no infeccioso", cuenta. ¿Cuál fue el remedio? Desgraciadamente no hubo un fármaco específico para afrontar la patología. Descontando los trasplantes pulmonares y cardíacos, "la cortisona salvó muchas vidas en la fase aguda", explica el doctor.
Secuelas psicológicas
Tampoco se pueden relegar, como precisa Posada, las consecuencias psicológicas de la enfermedad. Esto es, el "sindrome post-traumático" con periodos depresivos que sufren muchos supervivientes. Por si fuera poco, la enfermedad de la colza incrementa la comorbilidad al predisponer a la diabetes, hipercolesterolemia y otras patologías cardiovasculares.
Una suma de factores que, para el experto, aumenta la vergüenza por el olvido de esta crisis sanitaria: "En la mayoría de universidades ni se explica esta enfermedad. Es muy raro la facultad que lo explique. Cuando los más jóvenes se enfrenten a un caso, lo verán como un paciente crónico que se queja de muchas cosas que no puede resolver". "Somos responsables de que se conozca una enfermedad que solo se ha dado en España, aunque sea por la historia de la medicina. Esto sucede en EEUU y no se olvidaría", zanja
¿Qué ha cambiado?
Cuarenta años después, ¿se puede sacar alguna lección de lo sucedido? Un portavoz de la Federación Española de Enfermedades Raras (Feder) señala que en los últimos veinte años se ha dado un salto en el reconocimiento de patologías con baja prevalencia, como es el caso del síndrome tóxico. Hitos como la creación de un registro estatal, los avances en investigación y la generación de un potente tejido asociativo han mejorado la situación respecto a la década de los ochenta.
Pero queda mucho terreno por recorrer. "En España, la mitad de los más de tres millones de personas que conviven con estas patologías han esperado más de cuatro años para lograr el nombre de la enfermedad y un 20% de ellas más de una década. Un retraso que condiciona el acceso a tratamientos, al que sólo tiene acceso el 34% del colectivo", advierte la organización. Además, también está el aspecto laboral. "Desgraciadamente, la Seguridad Social se suele oponer en los tribunales a conceder incapacidades para las enfermedades crónicas o poco frecuentes. A los jueces les cuesta pensar que no les están tomando el pelo", incide el abogado David Ibáñez.
No bajar la guardia
Si bien es cierto que las particularidades de estos pacientes han pasado a la agenda pública, la pandemia del coronavirus los opacó. Según la encuesta europea Rare Barometer Voices, el 91% del cuidado de los españoles con enfermedades raras fue interrumpido. Esto incluye pruebas diagnósticas o tratamientos. Además, en nueve de cada diez casos las terapias de rehabilitación se vieron paralizadas.
"Es cierto que, en la actualidad, la situación de las personas con enfermedades raras está posicionándose de forma significativa en la agenda pública, algo que ha sido posible gracias a la creciente concienciación y visibilidad que estamos adquiriendo en los medios", reconocen desde Feder. Pero también llaman a no bajar la guardia. Si se preserva este salto adelante, las futuras víctimas de otra intoxicación masiva quizá no se sientan tan desamparadas como los supervivientes de la colza.