Se ponga el coronavirus como se ponga, Barcelona celebra hoy la festividad de Sant Jordi (mata l'aranya), también conocida como Día del Libro, aunque en una versión menos espectacular que de costumbre. Nada de paradas y masas en la Rambla de las Flores o en la de Cataluña. Las librerías se conforman con poner su chiringuito a la puerta de sus negocios y algunas zonas se llevan el gato al agua en cuestiones masivas (entre ellas, el Paseo de Gracia y la Plaza Real). Llámenme cenizo, pero a mí este día siempre me ha dado una grima tremenda.
A pesar de ganarme la vida poniendo una palabra detrás de otra y haber publicado casi treinta libros (entre novelas, ensayos y lo que ahora se llaman novelas gráficas), nunca me ha gustado esa farsa por partida doble en la que mis conciudadanos hacen como si amaran la literatura (compra de un libro) mientras no ponen los pies en una librería el resto del año ni que los maten y se rinden aparentemente al amor hacia sus seres queridos (la adquisición de la omnipresente rosa). La actitud de los pasteleros -con su pan de Sant Jordi y demás paparruchas dulces- añade, para mí, al insulto la afrenta. Nunca compro un libro por Sant Jordi y, si puedo, me encierro en mi zulo del Eixample hasta que las masas de zombis han vuelto a casa con el libro y la rosa. Si lo del libro ya me molesta -sobre todo, viendo al día siguiente la lista de los más vendidos, que suelen darme un asco monumental, salvo excepciones, especialmente si un amigo ha pillado cacho-, lo de la rosa me saca directamente de quicio. Me revienta ese gregarismo tan catalán que consiste en regalarle una flor a la parienta el día en que la autoridad incompetente decide que tienes que hacerlo. Vamos a ver, ya sé que a todas las mujeres les gustan las flores (nunca he conocido a ninguna que las detestara), pero lo bonito no es adquirirlas el día que te marcan, sino hacerlo de manera espontánea cuando te da por ahí: tú vuelves a casa del curro una tarde, pasas ante una floristería y te dices: “Me hace ilusión regalarle un ramo de flores a mi mujer (o a mi novia, o a mi mamá)”; así pues, entras en la floristería, pillas un ramo (o una sola flor, si vas un poco tieso de pasta) y quedas como un señor. Lo que no soporto es que un día concreto del año tengas que comprarle una rosa a tu significant other porque te dicen que lo hagas y el resto del curso no entres en una floristería ni por error.
He llegado a ver a la brigada del libro y la rosa como una pandilla de muertos vivientes que recorren la ciudad con la mirada perdida e interpretando una doble farsa: la de que aman los libros y la de que quieren a sus cónyuges. Lo único bueno de tan infausta jornada, para quien esto firma, es que las librerías hacen su agosto un día al año, mientras que en su interior se respira habitualmente la dulce paz de los cementerios. Me alegro por los libreros, aunque se forren vendiendo cosas que uno no colocaría en sus estanterías ni harto de vino. Sé que mucha gente compra libros que no llega a leer, pero me basta con que apoquinen: gracias a ellos, los que frecuentamos las librerías habitualmente tenemos espacios de esparcimiento cultural que no chapan y se ven sustituidos por un Mango o un Yamamay.
Gracias al downsizing de este año, podré salir a desayunar y a comprar la prensa sin tener que atravesar la tradicional parada de los zombis que tiene lugar cada año al lado de mi casa (puede que la culpa sea mía por vivir junto a la Rambla de Cataluña, pero es un engorro considerable). El año que viene, la farsa se representará in full swing y recordaré con nostalgia la de este año maldito pero, por si acaso, hoy no saldré mucho a la calle. Seguramente, porque este simulacro de amor al libro en particular y amor al amor en general me recuerda poderosamente aquel cuento de Woody Allen en el que alguien se queja a un amigo de que su hermano se cree una gallina. Cuando el amigo le dice que lo lleven al psiquiatra, el otro le dice: “Lo haríamos encantados, pero necesitamos los huevos que pone”.
Eso es para mí el día de Sant Jordi. Deberíamos llevar al psiquiatra a nuestros conciudadanos, pero necesitamos el dinero que se dejan en las librerías una vez al año y sin que sirva de precedente. Como lo necesitan las floristerías, que deben pechar todo el año con una población escasamente romántica. Aceptemos, pues, que cada año se monte el tinglado de la antigua farsa, pero no me vengan con que es la celebración cultural y amorosa más bonita del mundo, ya que me temo que no es verdad. De lo que se trata es de sacar algo para el mundo de la cultura a una gente que suele pasar de ella como de la peste. Una gente de la que precisamos como el personaje de Allen a su hermano, el que se creía una gallina: porque necesitamos los huevos.