Hoy, todo buen flâneur barcelonés tiene una cita pendiente en Rambla de Catalunya. La memoria de Motserrat Carulla (fallecida ayer a los 90 años), una mujer con un sentido de la vida extraordinario, se pasea por su acera central, donde de niña picaba sobre el adoquín los palmones y las palmas del Domingo de Ramos y donde alguno de sus mayores compró los pavos de Navidad, vivos; en casa había que desplumarlos y darles un machetazo en el cuello cabeza abajo. La joven Carulla debió de reírse de lo lindo de estas ceremonias; ella nunca rechazó al otro; solo se definió ante la vida, como una mujer vitalista de las que cargan con misterios cotidianos en series televisivas de enorme éxito, como Secrets de familia, Laberint d'ombres o El cor de la ciutat; fue la trilogía del teatro popular en la tele iniciada mucho antes en aquella roma Saga de los Rius de TVE, llena de topicazos sobre la vida de aquel industrial de los años del Vapor. La pequeña pantalla remarca así el principio y casi el final de la abuelita de Cataluña. Pero digámoslo claro: con momentos de todo tipo, ella se impuso; no creo que haya habido otra más identificable.
La dama de los escenarios falleció ayer poco antes de que llegaran a su domicilio sus hijos la actriz Vicky Peña o el dramaturgo Roger Peña Carulla dispuestos a tratar de acompañarla en el paseo matinal por el emblemático paseo. Pero había dejado de salir de casa a causa de la pandemia, mientras su estado empeoraba día a día. Tenía un corazón muy entrenado en el terreno de las emociones, pero no resistió su última prueba.
Deberíamos promover una caminata hacia el centro de cuadrícula del Eixample; sería solo un entierro virtual, como lo es todo en estos momentos. Carulla ha sido una de las mejores, pero se apartó de los focos y del celofán a base de mostrar la entrañabilidad de un mundo cercano. Los directores sellaron ayer mismo su compromiso con la trayectoria de la actriz. El director artístico del TNC, Xavier Albertí, dijo que fue “una actriz insuperable y única, de un rigor extraordinario; decía el verso como pocas personas lo han sabido decir en este país”; y no es el único que glosa su enorme trabajo. Joan Ollé evoca la última etapa de la actriz antes de dejar la escena en 2014, cuando trabajaron juntos en La plaça del Diamant, El quadern gris o El jardí dels cinc arbres.
Una infancia dura
Representó siempre el mismo papel: ella. Confesó su independentismo, una ideología de apariencia irresistible y realidad pacata, pero aseguró siempre que su modelo convivía con la cultura española a la que ama. La Carulla fue más del camerino que de la alfombra; no hay más que pensar en el Lliure de Fabià Puigserver o Lluís Pasqual para indentificarla entre las mesas de mármol de los entreactos o en los ensayos donde se decía que ella había entendido como nadie y sin discurso previo la desescalada de la escena Isabelina para entrar de lleno en el proscenio como centro de una platea abarrotada hasta los pies de los actores, siguiendo el hilo del Piccolo Teatro di Milano de Giorgio Strehler y Max Reinhardt.
De muy joven, Carulla llegó como amateur al Romea con unos Pastorets de parroquia y acabó entrando en la series dramáticas de Josep Maria de Sagarra, con obras como Soparem a casa o la adaptación de Romeo i Julieta. En una etapa de confinamiento y sin actividad teatral, como la actual, las noches de pandemia se hacen eternas. Mario Gas, el yerno de la Carulla, ha dicho precisamente estos días que esperaba más de todos, autoridades, administración y compañías; “no me contento con las sobras”; y ante el inminente regreso de la actividad en los teatros a media asta, aunque sea un día de tristeza, es de justicia recordar piezas en las que ambos trabajaron conjuntamente en los años 90: El temps i els Conway, Guys & Dolls, La reina de la bellesa de Leenane o A Little Night Music.
El teatro, para salvarse de la paranoia
Resulta reconfortante que una mujer tan próxima a su público revelara por escrito en sus memorias, El record és un pont al passat, (Ara Llibres), la infancia dura de una niña "introvertida, insegura y vergonzosa" que vivió el destino de los perdedores de la guerra, el silencio, el rechazo y la sumisión, recuerda atinadamente en El Periódico, Josep Maria Fonolleras. "Afortunadamente el teatro me salvó de la paranoia", dice ella en su larga confesión autobiográfica, cuya sinceridad bate a las tentaciones arribistas de marcar a la actriz con el toque de abuelita buena y poco más.
Empezó sobre las tarimas demasiado joven; se alejó y cuando regresó al proscenio se despojó de todo para ofrecer el resto. En aquel mismo texto, dejó escrito que lo mejor de su teatro había sido su presencia en Pigmalión de Bernard Shaw. Evocó así su madurez, cristalizada en otras piezas para enmarcar, como La filla del mar de Àngel Guimarà, La viuda trapella de Goldoni o Primera història d’Esther de Salvador Espriu.
En 2014, se despidió de la escena dejando un legado íntimo; hizo de actriz en una obra de su hijo Roger Peña Carulla, Iaia!, interpretada junto a su nieto Aleix. ¿Qué más se le puede pedir?