El célebre primatólogo Frans de Waal narró un episodio donde una colega investigadora abandonó su papel de observadora para proteger a una hembra de chimpancé que hacía lo imposible para que un grupo de machos no asesinara a su cría recién nacida. La investigadora intervino con un palo para ahuyentar a los animales y logró poner a salvo a la madre y a su cría. Fue una acción ética que afortunadamente tuvo éxito, pero en la que puso también en riesgo su propia vida y olvidó sus obligaciones profesionales.

Este episodio es ilustrativo del rechazo que genera el infanticidio, que hace que incluso la gente más preparada y conocedora del mundo animal opte por interceder a costa de incumplir con la observación neutral que se les exige como profesionales. Pero, lejos de ser una patología comportamental, el infanticidio es una práctica extendida en el reino animal. Chimpancés, delfines o leones la perpetran como mecanismo evolutivo, para preservar su descendencia frente a la de sus competidores. Si resulta tan difícil hablar de ello es porque, erróneamente, se suele asocia un valor moral a lo natural, cuando la naturaleza puede ser terriblemente cruel. 

¿Y los humanos?

La literatura está llena de historias de hombres que exterminan a bebés recién nacidos. La misma Biblia narra el episodio del rey Herodes, que ordenó “matar a todos los niños menores de dos años de Belén y toda la comarca”. Muchas de estas historias son solo mitos, pero reflejan parte de una verdad incómoda. Asimismo, los registros antropológicos muestran cómo después de las guerras es frecuente que los soldados asesinen a los hijos de las mujeres capturadas. Según Waal, en su libro El mono que llevamos dentro, “hay buenas razones para incluir a nuestra propia especie en las discusiones sobre el infanticidio masculino”. 

Jane Goodall, que pasó años conviviendo con chimpancés, ha tenido que desmentir en más de una ocasión el mito del buen salvaje, consistente en creer que el hombre es bueno en un estado de naturaleza y que es la sociedad quien lo corrompe. Más bien al contrario. Este es el lado oscuro de la naturaleza, en la que la violencia está a la orden del día.

Genes y supervivencia

El profesor de ética de la Universidad Europea Miguel de Cervantes, Miguel Ángel Quintana Paz, habla del “síndrome de Cenicienta” cuando los hijos no son propios: “Martin Daly y Margo Wilson mostraron cómo en este caso la tasa de homicidios es mucho mayor, al no estar implicada la supervivencia de los genes del propio agresor. Por tanto, la violencia no depende solo de un presunto carácter violento de los agresores sino que tiene un componente explicable en términos darwinistas. En cualquier caso, hay que destacar que estos homicidios son, por fortuna, extremadamente raros”

Por su parte, la psicóloga especialista en abuso infantil Margarita García advierte de que “no hay un simple factor”, y que el papel de los celos también cuenta: “Hay un problema de posesividad, de que tú eres mía y cualquier cosa que me aparte de ti [niños] lo tengo que destruir”. En este sentido, también señala la “parte animal” de muchos de estos agresores que, “como el león” que “mata a las crías" de su adversario para que "la leona esté lista para procrear de nuevo”.

Moralidad 

El ser humano, no obstante, ha desarrollado una moralidad y una conducta de normas éticas para priorizar la convivencia y la paz a la violencia. De la misma manera, no se puede hablar en ningún caso de un determinismo biológico. Aunque la guerra o el infanticidio pueda estar en nuestros genes, no es inevitable, y hay la opción de elegir. 

Esto no es óbice para destacar que hubo otros mecanismos que sirvieron al homo sapiens para frenar este tipo de asesinato antes de la imposición de un código penal para castigar a los que se saltan las leyes. El infanticidio nunca fue un recurso evolutivamente exitoso para las hembras, dado que la pérdida de una parte de la descendencia iba en su contra. 

Virginidad

Este recurso, explican los expertos, fue la virginidad o, al menos, una sexualidad femenina controlada. Es decir, monogámica. “La sexualidad es un bien escaso y existen numerosos controles sobre ella, el conocer quién es el padre de quién explica el tabú de la virginidad, ya que solo la madre tiene la seguridad de que sus hijos son suyos”, explica el psiquiatra y psicólogo evolucionista Francisco Traver.    

Más allá del patriarcado en su sentido cultural, de un sistema dominado por el sexo masculino para subordinar a las mujeres, sobre todo en cuestiones como la relaciones íntimas, donde los códigos impuestos a las mujeres siempre han sido más severos que el que se aplica a sus compañeros de sexo opuesto, hay también una explicación evolutiva. 

Mismos fines, distintos medios

Si los bonobos --una de las dos especies que componen el género del chimpancé común-- atajaron el problema del infanticidio con una sexualidad socializada, dominada por las hembras y en el que se desconoce el progenitor, los humanos lo resolvieron a través de una mayor implicación masculina en el cuidado de la prole. En este proceso, explica el célebre primatólogo holandés, tuvimos que “limitar el sexo fuera de la familia nuclear”. “Nuestros testículos reducidos nos cuentan una historia de compromiso aumentado y libertad reducida. Un sistema reproductivo así no puede tolerar el libre cambio de pareja”, apostilla en su obra. 

Con esta retirada del sexo del dominio público, nuestras sociedades y valores eran incompatibles con las de nuestros parientes cercanos, tanto bonobos como chimpancés. A cambio, no obstante, ha aumentado el nivel de cooperación entre rivales sexuales. El nivel de agresividad inherente a la competitividad entre machos disminuyó con la familia nuclear, puesto que garantizaba a todos ellos la opción de reproducirse. La cooperación ha llegado hasta el punto de que la humanidad se ha embarcado en grandes proyectos colectivos y en la formación de organizaciones globales. A un poco más de paz, con menos asesinatos, menos guerras y, sobre todo, menos infanticidios.