Mad in Spain es un programa de televisión de temporada baja, que coincide con la alta de la hostelería. Es más que un refrito enlatado, pero no mucho más que un relleno, el reciclaje de las sobras de los Sálvame y Deluxe de Telecinco en un contenedor muy blanco para lo que se estila en la cadena, cuyo rasgo de estilo es emitir contenidos no aptos para menores en horario protegido y los familiares en el prime time.
Dirige el cotarro Jordi González, la viva imagen de Lee Marvin, y se trata de pastorear a un amplio grupo de tertulianos de las más variadas ganaderías que deben demostrar su trapío en temas tan vagos como si ser hijo de un famoso es bueno o malo o, ya entrada la negra noche, si las mujeres hablan o deben hablar de sexo con normalidad, una premisa tan sorprendente que parece prestada de alguna televisión moderada del golfo Pérsico.
La mayoría de edad de la joven Andrea Janeiro fue la excusa para abordar el fenómeno de chabelitas y gloriascamilas y en medio del tedio saltó la liebre de los Caparrós. Alonso, el hijo, es un enfermo clamó el productor musical Alejandro Abad. Un drogadicto confeso, abundó el cantante Francisco. Un desgraciado, remachó la radiofonista Cristina López Schlichting. Más ecuánime resultó la novelista Lucía Etxebarria, que trató de divulgar más la extendida y controvertida creencia de la paraciencia psicológica según la cual un exadicto es un adicto crónico sin remisión. Jordi González tan sólo opuso a tanta barbarie su característica elevación de la ceja izquierda, registro que comparte con los más grandes, Pepe Navarro, Carlos Sobera y Xavier Sardà.
La admonición de Alcohólicos Anónimos sobre las tentaciones que acechan a la vuelta de la esquina es un presupuesto de índole moral que se ha tomado como una irrefutable aseveración científica mediante la que quien ha superado con abundantes dosis de fuerza de voluntad una adicción no es más un exdrogata enfermo al que hay que estar recordándole todo el rato que fue un vicioso compulsivo. No parece justo y ni siquiera debe ser terapéutico.
El articulista Salvador Sostres también estaba y demostró hasta qué punto ha calado la cultura de la culpa. Tras comentar los procedimientos seguidos para lograr una notoria pérdida de peso adujo precavido: "Todos llevamos un gordo dentro". Sostres se ha quitado treinta kilos de encima y si sigue así en nada se podrá embutir en un esmoquin de la talla 44 para lucir a lo Fred Astaire en las galas del ABC, pero se considera un "yonqui de la comida". A partir de ahí teorizó sobre el obeso interno, el lobo voraz disfrazado de hombre sano y equilibrado en permanente lucha contra los embates de los reflujos gástricos y los influjos lunares en la angustiosa zozobra del deseo reprimido.
El nuevo Sostres es, en apariencia, un tipo prudente y sensato. La copresentadora Nuria Marín le reprochó sus tranquilas maneras y añadió: "Para cualquier cosa que necesites estoy aquí", como si el antaño tertuliano “destroyer” y ahora enflaquecido y ponderado elemento pudiera requerir de consuelo y ayuda psicológica. Sostres replicó: "Hacía tiempo que una mujer no me decía esto". Demasiado leve y demasiado calor como para crucificarlo por machista y gordófobo enfermo de autoodio.
No puede ser que lo más fuerte del espacio, estuviera preparado o no, viniera del público. Un tal José Carlos, varón de mediana edad con hechuras de macho hispánico de Estambul, llamó "guarras" a las mujeres que hablan de sexo. "No puedes ser tan burro", le afeó Jordi González. Y eso fue todo, más los abucheos del público.
Ah, y lo del método Sostres para perder treinta kilos en seis meses consiste en comer de todo, pero sin caer en la gula. Ahí hay tema para un libro de autoayuda.