Los juicios son un clásico de los géneros televisivos en Estados Unidos y una muestra esférica del subdesarrollo audiovisual de España.
Las imágenes de la ejecución de Ceacescu y su esposa, Elena, en diciembre de 1989, tras vista sumarísima, son una superproducción comparada con la señal institucional de nuestros tribunales, tal como se pudo comprobar en la emisión del juicio a Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau, así como en las retransmisiones del juicio por la trama Gürtel o en lo de Urdangarin y se ratifica en los primeros compases de la vista contra Homs.
Contra Homs por decir algo, dada la exquisitez con la que el presidente de la sala de lo penal del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, le ha concedido el privilegio de los abogados contenido en el Estatuto General de la Abogacía, esto es una toga y un asiento al lado de su letrada para que siga la causa fuera del incómodo banquillo de los acusados tras haber depuesto ya ante el fiscal y la defensa.
De ahí se infiere que el principio general de que la justicia es igual para todos tiene sus excepciones y que estas comienzan antes del fallo y con lo obvio, el tratamiento a los acusados de respeto y a los acusados letrados, lo que resulta de un gremialismo sectario, obsceno y bochornoso.
Es evidente que la calidad de la televisión y la de la justicia, como la de tantas otras cosas, están emparentadas por la propensión hispánica a la improvisación y la chapuza. La rudimentaria monotonía visual no ha de ser óbice, empero, para que se haga justicia a pesar de las cortesías, togas y puñetas entre colegas. Ahora bien, se está cometiendo una felonía televisiva con unas emisiones inusualmente seguidas y un material de primera. Ya puestos, ¿qué costaría un cámara como los que deambulan por el altar durante las bodas pillando escorzos del presidente de la sala? ¿Una realización que estuviera al quite de los gestos y reacciones de los protagonistas que no estén en el uso de la palabra? Un producto a la altura del interés del tema y las formidables circunstancias.
Falta ritmo, chispa. Sobran gravedad y plano fijo. El guion es bueno; el elenco, selecto, y las situaciones van de lo tragicómico a lo surrealista. Lo tienen todo para triunfar y convertir estos juicios en seriales de un éxito como Los Soprano, Perdidos o House y sirven un bodrio entre partida de billar desde Singapur y retransmisión de curling (la petanca sobre hielo) en Estocolmo, pero con una iluminación lamentable, un sonido salchichero y una puesta en escena indigna de un país cuyos cómicos y tramoyistas se creen que están a la vanguardia de las artes interpretativas y de dirección.
En lo de las películas y la televisión, los americanos nos llevan años luz, pero puede que eso esté empezando a cambiar. El desastre de los Óscar ha sido monumental; las películas a concurso, unos artefactos infumables, y la gala, el colmo de la estulticia de la que al parecer no serían culpables Warren Beatty y Faye Dunaway. La sociedad Price Waterhouse Coopers, que lo mismo hace una auditoría que monta un ERE o se ocupa de pasar los sobres del the winner is, ha admitido que uno de los suyos metió la gamba. Y ahí estaba el equipo de La La Land celebrando la mejor película cuando un miembro de la organización arrebató un sobre al bueno de Beatty y mandó a parar.
La estatuilla era de Moonlight. Quilombo superior mientras Donald Trump, el arquetipo del perfecto palurdo estadounidense, se debía reír como una hiena al constatar que los actores, directores y demás subhumanos del mundo del espectáculo (la prensa y la TV) son incapaces de concluir con éxito y sin escándalo un proceso electoral tan simple como repartir esas cosas doradas. Es decir, todo lo contrario que él. Aquí, una cosa así sólo es concebible para elegir al representante en Eurovisión.