Siempre fieles al refrán de acordarse de Santa Bárbara cuando truena. El reciente calvario de la pequeña Andrea con una enfermedad terminal en un hospital de Galicia ha disparado las peticiones de miles de españoles para dejar por escrito en testamentos vitales y en definitiva clínicos qué tratamientos, reanimaciones, sondas o donaciones de órganos desean en caso de estar incapacitados para manifestarlo por accidente o enfermedad.
El resultado es que más de 200.000 personas figuran ya en el Registro Nacional de Instrucciones Previas, una base estatal de datos del Ministerio de Sanidad, que recoge los documentos de todas las comunidades. A ella pueden y deben acceder los médicos desde cualquier ciudad donde se encuentre el paciente para garantizarle una muerte con dignidad. En junio, apenas eran 185.000 los inscritos.
Sólo un 5% de la población
El registro, que cumple 13 años de existencia, sólo incluye a un 5% de la población. Un balance pobre si se compara por ejemplo con Alemania, donde los inscritos superan el 12%. Pero se han duplicado los apuntados desde el 2009. Los expertos creen que el freno se debe a que, en general, no existe en España cultura de las instrucciones previas, y que predomina la del rechazo a hablar sobre la muerte.
La propia y la de los seres queridos. “Se considera tétrico. Además se confía en que los familiares tomarán las mejores decisiones cuando ellos estén imposibilitados”, asegura Clara Hernando, especialista en estos trámites.
60.000 personas en Cataluña
El testamento vital, suscrito bien en las consejerías de Sanidad o ante notario, facilita y clarifica esas determinaciones. Cataluña, aporta 60.000 de los inscritos, el 31%. Le siguen Andalucía y el País Vasco.
Estas comunidades fueron pioneras en dotarse de normativas, pero no pueden ir más allá porque sus ejecutivos actuales no las desarrollan o porque chocan con el artículo 143 del Código Penal. Este precepto legal, de rango estatal, establece penas de dos a 10 años de prisión para quien “causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro”.
Nadie ha ido a la cárcel
Sin embargo, a día de hoy, según datos del Ministerio de Justicia, no hay nadie en prisión por este delito. Las condenas han sido escasas y se han limitado al mínimo, con lo cual no se ingresa en la cárcel salvo que se tenga otra pendiente. Ese era el objetivo, junto al de evitar que la despenalización total llevase a un uso abusivo y descontrolado, según su promotor, Juan Alberto Belloch, padre de la reforma del Código Penal de 1995.
Los partidarios de legalizar la eutanasia defienden que si las cárceles están vacías por este delito es porque no existe reproche social y porque en el fondo se respalda una práctica que, con los adecuados controles, pocos quieren mantener en la ilegalidad.
Apoyo popular
Esgrimen una encuesta del CIS de 2009 en la que un 60% se mostró partidario de legalizarla. Otros estudios indican que el 15% de los médicos reconocen haberla facilitado alguna vez por razones humanitarias o misericordiosas.
Algunos de los que tratan de sortear la legalidad para poner fin a su vida viajan a Suiza. El problema es que el proceso del suicidio asistido es caro, unos 8.000 euros, y se puede alagar mucho tiempo. Otros se dejan asesorar por Derecho a Morir Dignamente, que desde 1984 batalla por una ley de eutanasia.
Esta asociación les proporciona datos sobre cómo procurarse a uno mismo el cóctel de medicamentos que permita decidir cuándo y cómo fallecer. Mejor, en algún hotel de paso, para no comprometer legalmente a nadie.